Acoge al extranjero con esperanza
November 20, 2025 at 12:00 p.m.
Nuestra fe nos llama a ver en cada persona la imagen de Dios y a acoger al extranjero como acogeríamos al mismo Cristo. En estos tiempos, cuando tantas familias y personas se ven desplazadas por la guerra, la pobreza o la persecución, la Iglesia debe ser un faro de compasión y justicia.
Las Escrituras hablan con claridad y urgencia sobre nuestra responsabilidad hacia los inmigrantes y extranjeros. En Levítico 19:33-34, el Señor ordena: “Cuando un extranjero resida contigo en tu tierra, no lo maltratarás. Tratarás al extranjero que reside contigo como a uno de los tuyos, y lo amarás como a ti mismo, porque vosotros también fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”. Esto no es una sugerencia, sino un mandato divino. Se nos recuerda que nuestra propia historia como nación está marcada por la migración, y que el pueblo de Dios siempre ha sido llamado a practicar la hospitalidad.
De igual manera, Deuteronomio 10:18-19 proclama: “Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al extranjero, dándole alimento y ropa. Por lo tanto, amen al extranjero, porque ustedes también fueron extranjeros en la tierra de Egipto”. Dios mismo nos muestra cómo cuidar al inmigrante, y nosotros, como su Iglesia, debemos imitar su amor.
Nuestro Señor Jesucristo profundiza en esta enseñanza en el Evangelio. En Mateo 25:35, se identifica con el extranjero: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis”. Acoger al inmigrante es acoger a Cristo. Rechazar al inmigrante es rechazar a Cristo. Este es el desafío radical del Evangelio.
La Carta a los Hebreos nos recuerda las bendiciones que vienen con la hospitalidad: “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues por ella algunos hospedaron ángeles sin saberlo” (Hebreos 13:2). Acoger a los inmigrantes no es solo un deber, sino una gracia que nos abre a la presencia de Dios de maneras inesperadas.
Finalmente, San Pablo nos ofrece una visión de unidad en Cristo que trasciende toda frontera: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28). En Cristo, se superan las divisiones de nacionalidad, cultura y condición social. Somos una sola familia, reconciliados en su amor.
Comparto estas reflexiones no solo como su obispo, sino también como discípulo del Señor Jesús, profundamente conmovido por el sufrimiento de tantos entre nosotros que viven con miedo, incertidumbre y separación debido a la actual situación de las políticas de inmigración en nuestro país. Ciertamente, Estados Unidos, como toda nación soberana, tiene el derecho y la responsabilidad de regular sus fronteras y proteger a sus ciudadanos. Este deber, sin embargo, debe ejercerse de una manera que respete nuestra dignidad humana dada por Dios y defienda los principios de justicia y misericordia que se encuentran en el corazón del Evangelio, de nuestra fe católica y de la doctrina de la Iglesia Católica.
Como diócesis, debemos encarnar el llamado del Evangelio, lo cual significa:
• Acoger a los inmigrantes en nuestras parroquias y comunidades con dignidad y respeto.
• Promover políticas justas que protejan a las familias y defiendan los derechos humanos.
• Ofrecer apoyo práctico —alimentos, ropa, vivienda y amistad— a quienes llegan a nuestra comunidad.
• Considerar a los inmigrantes no como extraños, sino como hermanos y hermanas en Cristo.
Debe existir una manera que respete los derechos y responsabilidades de nuestra nación y, al mismo tiempo, cree una vía legítima hacia la ciudadanía para los inmigrantes honestos, trabajadores y contribuyentes, cuyo estatus legal en nuestro país se ha convertido en objeto de un escrutinio generalizado y perjudicial.
La situación que enfrentan actualmente los inmigrantes en nuestra nación fue abordada en detalle en la reciente reunión plenaria de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos en Baltimore (10-13 de noviembre de 2025), al igual que lo hizo el Papa León XIV, el primer papa nacido en Estados Unidos, durante el verano. “La Iglesia no puede permanecer en silencio” ante el sufrimiento y la injusticia.
Como diócesis, debemos orar por los migrantes y refugiados, por las familias separadas por la detención y la deportación, y para que nuestros líderes actúen con sabiduría y compasión. Nuestras oraciones deben ir acompañadas de defensa y acción para proteger a las familias, defender el debido proceso legal y respetar la libertad religiosa. Todos somos hijos de un Creador amoroso y justo.
La Iglesia resplandece con mayor intensidad cuando abre sus puertas de par en par al extranjero. Seamos una diócesis reconocida por su hospitalidad, su justicia y su amor. Al acoger a los inmigrantes, acogemos al mismo Cristo. Que el Señor nos dé el valor de vivir esta verdad del Evangelio con alegría, convicción y una “esperanza que no defrauda (Romanos 5:5)”.
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Friday, December 05, 2025
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Nuestra fe nos llama a ver en cada persona la imagen de Dios y a acoger al extranjero como acogeríamos al mismo Cristo. En estos tiempos, cuando tantas familias y personas se ven desplazadas por la guerra, la pobreza o la persecución, la Iglesia debe ser un faro de compasión y justicia.
Las Escrituras hablan con claridad y urgencia sobre nuestra responsabilidad hacia los inmigrantes y extranjeros. En Levítico 19:33-34, el Señor ordena: “Cuando un extranjero resida contigo en tu tierra, no lo maltratarás. Tratarás al extranjero que reside contigo como a uno de los tuyos, y lo amarás como a ti mismo, porque vosotros también fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”. Esto no es una sugerencia, sino un mandato divino. Se nos recuerda que nuestra propia historia como nación está marcada por la migración, y que el pueblo de Dios siempre ha sido llamado a practicar la hospitalidad.
De igual manera, Deuteronomio 10:18-19 proclama: “Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al extranjero, dándole alimento y ropa. Por lo tanto, amen al extranjero, porque ustedes también fueron extranjeros en la tierra de Egipto”. Dios mismo nos muestra cómo cuidar al inmigrante, y nosotros, como su Iglesia, debemos imitar su amor.
Nuestro Señor Jesucristo profundiza en esta enseñanza en el Evangelio. En Mateo 25:35, se identifica con el extranjero: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis”. Acoger al inmigrante es acoger a Cristo. Rechazar al inmigrante es rechazar a Cristo. Este es el desafío radical del Evangelio.
La Carta a los Hebreos nos recuerda las bendiciones que vienen con la hospitalidad: “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues por ella algunos hospedaron ángeles sin saberlo” (Hebreos 13:2). Acoger a los inmigrantes no es solo un deber, sino una gracia que nos abre a la presencia de Dios de maneras inesperadas.
Finalmente, San Pablo nos ofrece una visión de unidad en Cristo que trasciende toda frontera: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28). En Cristo, se superan las divisiones de nacionalidad, cultura y condición social. Somos una sola familia, reconciliados en su amor.
Comparto estas reflexiones no solo como su obispo, sino también como discípulo del Señor Jesús, profundamente conmovido por el sufrimiento de tantos entre nosotros que viven con miedo, incertidumbre y separación debido a la actual situación de las políticas de inmigración en nuestro país. Ciertamente, Estados Unidos, como toda nación soberana, tiene el derecho y la responsabilidad de regular sus fronteras y proteger a sus ciudadanos. Este deber, sin embargo, debe ejercerse de una manera que respete nuestra dignidad humana dada por Dios y defienda los principios de justicia y misericordia que se encuentran en el corazón del Evangelio, de nuestra fe católica y de la doctrina de la Iglesia Católica.
Como diócesis, debemos encarnar el llamado del Evangelio, lo cual significa:
• Acoger a los inmigrantes en nuestras parroquias y comunidades con dignidad y respeto.
• Promover políticas justas que protejan a las familias y defiendan los derechos humanos.
• Ofrecer apoyo práctico —alimentos, ropa, vivienda y amistad— a quienes llegan a nuestra comunidad.
• Considerar a los inmigrantes no como extraños, sino como hermanos y hermanas en Cristo.
Debe existir una manera que respete los derechos y responsabilidades de nuestra nación y, al mismo tiempo, cree una vía legítima hacia la ciudadanía para los inmigrantes honestos, trabajadores y contribuyentes, cuyo estatus legal en nuestro país se ha convertido en objeto de un escrutinio generalizado y perjudicial.
La situación que enfrentan actualmente los inmigrantes en nuestra nación fue abordada en detalle en la reciente reunión plenaria de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos en Baltimore (10-13 de noviembre de 2025), al igual que lo hizo el Papa León XIV, el primer papa nacido en Estados Unidos, durante el verano. “La Iglesia no puede permanecer en silencio” ante el sufrimiento y la injusticia.
Como diócesis, debemos orar por los migrantes y refugiados, por las familias separadas por la detención y la deportación, y para que nuestros líderes actúen con sabiduría y compasión. Nuestras oraciones deben ir acompañadas de defensa y acción para proteger a las familias, defender el debido proceso legal y respetar la libertad religiosa. Todos somos hijos de un Creador amoroso y justo.
La Iglesia resplandece con mayor intensidad cuando abre sus puertas de par en par al extranjero. Seamos una diócesis reconocida por su hospitalidad, su justicia y su amor. Al acoger a los inmigrantes, acogemos al mismo Cristo. Que el Señor nos dé el valor de vivir esta verdad del Evangelio con alegría, convicción y una “esperanza que no defrauda (Romanos 5:5)”.
