Mensaje pastoral para el Cuarto Domingo de Adviento
December 19, 2025 at 10:44 a.m.
El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Cuarto Domingo de Adviento
En la primera lectura del cuarto domingo de Adviento, el Señor invita a Ajaz a «pedirle a Dios una señal». Es un momento trascendental, pues proviene del libro del profeta Isaías, cuyas palabras sobre la venida del Mesías nos han acompañado a lo largo de estas cuatro semanas de Adviento. Isaías habla en un contexto de miedo, incertidumbre y agitación política. Ajaz, rey de Judá, reinó durante unos dieciséis años en el siglo VIII A. C. Era joven, inexperto, y las Escrituras lo recuerdan como un gobernante malvado, alguien que había permitido que su corazón se alejara del Dios de sus antepasados.
Sin embargo, incluso a él, Dios le extiende una invitación. A través de Isaías, Dios intenta vencer el miedo y la obstinación de Ajaz, para recordarle —y a todo Judá— que Dios es fiel a la promesa hecha a David. Esa misma promesa resuena en el Evangelio de hoy: que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y que este niño salvará al pueblo de sus pecados, de su confusión, de su extravío, de su autodestrucción. Ajaz rechaza la invitación porque sabe que la fe exige un cambio, y el cambio requiere valentía. No quiere la responsabilidad que conlleva creer. Pero Dios, en su misericordia, le da la señal de todos modos. Y entonces el pueblo de Dios espera —generación tras generación— durante más de siete siglos hasta que la promesa se cumple en la casa y el linaje de David. El Mesías, en efecto, vendría del linaje de David.
Si somos sinceros, sabemos que nosotros también le hemos pedido señales a Dios. «Dame una señal, Señor, si este es el camino correcto… la persona adecuada… el trabajo ideal… la vocación correcta… la decisión acertada… la fe verdadera…» Pedimos esto porque anhelamos claridad, seguridad, algo sólido en que apoyarnos cuando la vida se presenta incierta.
Pero la verdad es que Dios nos rodea constantemente de señales, lo pidamos o no. El problema no es el silencio de Dios, sino a menudo nuestra falta de atención o nuestra resistencia a ver lo que tenemos al frente. Una de las señales más sutiles y confiables que Dios nos da es el don de la paz interior. La paz no es simplemente la ausencia de conflicto; es la serena convicción de que Dios está con nosotros: Emmanuel. Es la misma paz que Cristo ofreció a sus apóstoles una y otra vez en los Evangelios. Y la Iglesia enseña que la paz es uno de los frutos del Espíritu Santo, una señal de que Dios obra en nosotros.
Escuchamos la proclamación de los Evangelios semana tras semana. La Iglesia continúa enseñando, guiando y transmitiendo su mensaje a lo largo de los siglos. Nuestras vidas están llenas de personas buenas cuyo ejemplo, sabiduría y bondad nos guían hacia Dios. ¿Qué más señales necesitamos realmente? Cristo trae paz al corazón humano simplemente con su presencia. Y cuando falta la paz, a menudo es señal de que algo en nosotros necesita atención, sanación o un cambio de rumbo.
La virgen concibió y dio a luz un hijo, y su nombre es Jesús. Él vino para salvarnos de nuestros pecados. La señal prometida a Isaías —y anhelada por el pueblo del Antiguo Testamento— se ha cumplido. En Navidad, celebramos no solo un momento de la historia humana, sino una verdad que da sentido a toda nuestra existencia. Jesús es tanto la señal prometida como la señal cumplida. Todo lo que dijo, enseñó e hizo revela cómo debemos vivir. Y estableció su Iglesia como signo vivo de su presencia, para enseñarnos, guiarnos y acompañarnos hasta el fin de los tiempos.
Así que debemos preguntarnos: ¿Estamos en paz —en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestras familias, en nuestro mundo? ¿Reconocemos los signos de la presencia de Cristo, o todavía necesitamos crecer en nuestra fe, en nuestra confianza, y en nuestra esperanza?
En los grandes y trascendentales momentos de la vida, así como en los pequeños y cotidianos, los signos que buscamos ya están presentes. Dios no se esconde. No guarda silencio. Él es Emmanuel: Dios con nosotros.
Abran los ojos. Abran el corazón. Vean los signos.
Ven, Señor Jesús.
El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Tercer Domingo de Adviento
Hoy la Iglesia nos invita a la radiante alegría del «Domingo de Gaudete», nombre que proviene de la antigua antífona de entrada del Tercer Domingo de Adviento, que nos exhorta a regocijarnos. El Adviento es un tiempo de anhelo, de santa espera, pero en este tercer domingo la Iglesia abre suavemente la puerta y deja que la luz de la Navidad ilumine nuestros corazones. Nos alegramos porque el Señor está cerca. Nos alegramos porque el Salvador se acerca una vez más. Nos alegramos porque la compasión y el amor de Dios no son promesas lejanas, sino realidades vivas.
El Adviento es la puerta de entrada a la alegría de la Navidad: la alegría de saber que Dios eligió habitar entre nosotros, caminar con nosotros y redimirnos. A medida que nos acercamos a la gran fiesta de la Natividad, la Iglesia abre de par en par sus puertas a todas las personas de fe, invitando a todos a entrar en la alegría del Señor y a sentirse como en casa.
Nuestra primera lectura nos trae la voz de Isaías, el gran profeta de Israel. Vivió en tiempos difíciles de confusión espiritual, división social y profundo desaliento. Sin embargo, Isaías se atrevió a proclamar lo que podría ser, lo que debería ser y lo que sería cuando el pueblo de Dios regresara su corazón a Él. Vio desiertos floreciendo, manos débiles fortalecidas, corazones temerosos calmados y toda la humanidad contemplando la gloria de Dios. La visión esperanzadora de Isaías
No hace falta mucha imaginación para comprender cómo el mensaje de Isaías se aplica a nuestra época. Nosotros también experimentamos periodos de sequedad espiritual, ansiedad, incertidumbre e incluso miedo. Sin embargo, el profeta nos recuerda que el futuro de Dios siempre es más grande que nuestras dificultades presentes. Como he escrito y predicado a menudo durante este Año Jubilar, la esperanza no es un optimismo ingenuo, sino la convicción de que Dios es fiel.
Las lecturas de hoy tejen un hilo de oro:
- La promesa de renovación de Isaías: un mundo transformado cuando el pueblo de Dios regresa a Él.
- La confianza del salmista: la certeza de que Dios transforma la adversidad en salvación.
- El llamado a la paciencia de Santiago: una fe que persevera fortalece y muestra compasión.
- El testimonio de Juan el Bautista: que nos señala a Jesús, el Mesías tan esperado.
Al celebrar el Domingo de Gaudete, permitamos que la alegría eche raíces en nosotros, no la alegría pasajera que ofrece el mundo, sino la alegría profunda y duradera que proviene de conocer a Cristo. Que esta alegría confronte y venza nuestros miedos, suavice nuestros juicios, fortalezca nuestra paciencia, profundice nuestra compasión y renueve nuestra esperanza. Vivamos con la alegría del Adviento. Y mientras continuamos nuestro camino de Adviento hacia la Navidad durante esta semana, los invito a:
• Buscar momentos de silencio cada día para acoger al Señor en su corazón.
• Ofrecer aliento a alguien que esté pasando por dificultades o se sienta desanimado.
• Practicar la paciencia con el espíritu de Santiago, especialmente en los momentos de estrés.
• Reconocer las señales de la presencia de Dios en la rutina diaria de sus vidas.
• Regocijarse intencionalmente: elijan la gratitud, la bondad y la esperanza.
Que el Dios que hace florecer los desiertos también renueve sus corazones. Que la alegría del Domingo de Gaudete los acompañe durante toda la semana. Y que la próxima fiesta de Navidad los encuentre listos para recibir a Cristo con un corazón lleno de fe, esperanza y alegría.

El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Segundo Domingo de Adviento
En este Segundo Domingo de Adviento, la Palabra de Dios se abre ante nosotros con un horizonte lleno de esperanza, misericordia y posibilidades divinas. Por medio del profeta Isaías escuchamos una promesa lo suficientemente poderosa como para conmover incluso al corazón más cansado: “Brotará un retoño del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.” Qué hermoso recordatorio de que Dios hace brotar vida justamente donde nosotros vemos solo finales. Cuando el mundo parece talado o vacío de promesas, Dios ya está obrando —silenciosa y fielmente— para hacer surgir la renovación.
Sobre este Enviado prometido reposa el Espíritu de sabiduría, entendimiento, consejo y fortaleza. En Él, la justicia y la paz se abrazan, y hasta el lobo y el cordero habitan juntos. El Adviento nos reta a creer que el sueño de Dios para la humanidad es mucho más grande que cualquier cosa que podamos lograr por nuestras propias fuerzas.
El salmo responsorial lleva esa promesa aún más lejos: “Florecerá en sus días la justicia y la paz abundará eternamente.” El Adviento, entonces, no es una espera pasiva. Es un despertar—un anhelo activo por el mundo que Dios desea. Es el tiempo en que elevamos la mirada hacia un futuro donde los pobres son defendidos, los vulnerables protegidos y cada corazón encuentra la paz para la que fue creado. Ésta es la paz que nos preparamos para recibir—no solo en nuestra oración privada, sino también en el entramado de nuestras familias, nuestra parroquia y toda nuestra comunidad.
San Pablo, escribiendo a los Romanos, nos recuerda que “por la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, tengamos esperanza.” La esperanza no nace sin esfuerzo; requiere perseverancia, humildad y el valor de acogernos unos a otros, así como Cristo nos ha acogido. Por eso, el Adviento nunca es un camino solitario. Es la Iglesia—un solo cuerpo—avanzando unida hacia la Luz. Nos preparamos no solo para que nuestros propios corazones sean transformados, sino para que nuestra comunidad sea renovada, fortalecida y unida en la alabanza al Dios que salva.
El Evangelio de hoy, según san Mateo, nos presenta la figura austera de Juan el Bautista, una voz solitaria que surge desde el desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.” Su clamor rompe nuestra complacencia. Nos invita a mirarnos con sinceridad—nuestras costumbres, nuestras prioridades, nuestras excusas—y a volvernos nuevamente hacia Aquel que viene. El Adviento nos invita a despejar el desorden del pecado, a arrancar lo que está sin vida y a acoger la gracia que llega como fuego: que purifica, ilumina y transforma. En Juan, el mundo antiguo se inclina hacia lo nuevo, y somos recordados de que el Mesías está cerca—más cerca de lo que a veces nos atrevemos a imaginar.
La misma palabra “Adviento”—adventus, “venida”—nos recuerda que vivimos en un mundo visitado por Dios. Cristo vino en la historia en Belén; viene en el misterio, a través de los sacramentos y los movimientos silenciosos de la gracia; y vendrá en majestad al final de los tiempos. Esta temporada nos llama a reducir el ritmo, a hacer espacio, a permitir que la Palabra eche raíces. En una cultura que corre precipitadamente hacia la Navidad, el Adviento nos enseña con suavidad pero con firmeza un ritmo distinto: esperar con propósito, prepararnos con alegría y esperar con una fe inquebrantable.
Que la visión de armonía de Isaías, la promesa de paz del salmista, la exhortación de Pablo hacia la unidad y el llamado a la conversión de Juan moldeen nuestros corazones en estos días santos. Que permitamos a Cristo revestirnos de justicia, afianzarnos en la paz y llenarnos de un amor cada vez más discerniente. Y que, al dar fruto de arrepentimiento y misericordia, nos preparemos no solo para la fiesta de Navidad, sino para la morada eterna de Aquel cuya gloria llena la tierra como las aguas cubren el mar.
Que este Adviento sea para ustedes y sus familias un tiempo de profunda renovación, reconciliación sanadora y esperanza radiante. Caminemos juntos este camino, preparando el camino del Señor, hasta que toda carne vea la salvación de Dios.
El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Primer Domingo de Adviento:
“Velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor.” (Mateo 24:42)
Al entrar en el santo tiempo de Adviento, la Iglesia nos invita una vez más a alzar la mirada hacia el horizonte de la esperanza. El Adviento es mucho más que una cuenta regresiva para la Navidad; es un camino sagrado de expectativa, preparación y renovación. Es un tiempo en el que el Pueblo de Dios se detiene lo suficiente para recordar que nuestras vidas no están guiadas por la casualidad, sino por la promesa: la promesa de Dios de permanecer con nosotros y volver a nosotros.
Un Tiempo de Vigilancia
En este Primer Domingo de Adviento, Jesús nos llama a permanecer despiertos. Sus palabras no buscan infundir miedo, sino despertar el deseo: una santa atención a las formas silenciosas en que Cristo ya está obrando en nuestras vidas. En un mundo abarrotado de ruido, actividad y distracciones, el Adviento nos susurra suavemente: Baja el ritmo. Respira. Presta atención. Si nos permitimos estar en silencio, quizá descubramos que la luz de Dios ya se abre paso donde menos la esperábamos.
La primera semana de Adviento nos ofrece tres invitaciones.
Primero, “Despertar la Esperanza”
La esperanza, el tema de este Año Jubilar, es la primera vela que encendemos, la primera gracia que recibimos. Despertar la esperanza es confiar en la fidelidad de Dios, incluso en circunstancias inciertas. Esta semana, reavivemos la esperanza en nuestras familias, lugares de trabajo y comunidades, con palabras de aliento, gestos de paciencia o simplemente creyendo que Dios aún no ha terminado con nosotros.
A continuación, “Practica la vigilancia”
La vigilancia del Adviento es activa, no pasiva. Es la vigilancia del amor, que está atenta a las necesidades de los demás y lista para responder con compasión. Nos mantenemos despiertos cuando escuchamos a quienes se sienten ignorados, nos acercamos a quienes se sienten invisibles y nos solidarizamos con quienes se sienten olvidados. Cada acto de bondad se convierte en una puerta por la que Cristo entra.
Finalmente, “Preparar espacio”
Así como María abrió su corazón para recibir al Verbo hecho carne, también nosotros estamos llamados a hacer espacio para Cristo. Preparar espacio puede requerir dejar atrás el resentimiento, perdonar o crear momentos de silencio para la oración. Cuando despejamos incluso un pequeño espacio en nuestro interior, Dios lo llena con una gracia que supera con creces nuestra imaginación.
El Adviento trae luz en la oscuridad
Las velas de la corona de Adviento nos recuerdan que incluso la llama más pequeña puede atravesar la noche más profunda. Al encender la primera vela esta semana, que se convierta en un signo de nuestra disposición a recibir a Cristo, no solo en la alegre celebración de la Navidad, sino en cada momento donde se necesita amor, se exige justicia y la misericordia es posible.
Caminando juntos en la esperanza
Caminemos esta semana con el corazón despierto, la mirada en alto y el espíritu entusiasta. Cristo viene; siempre viene. Viene en nuestra oración, en nuestro prójimo, en nuestro anhelo de santidad y en la serena valentía de la esperanza.
Que nos encuentre listos, alegres y radiantes con su luz.
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Friday, December 19, 2025
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El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Cuarto Domingo de Adviento
En la primera lectura del cuarto domingo de Adviento, el Señor invita a Ajaz a «pedirle a Dios una señal». Es un momento trascendental, pues proviene del libro del profeta Isaías, cuyas palabras sobre la venida del Mesías nos han acompañado a lo largo de estas cuatro semanas de Adviento. Isaías habla en un contexto de miedo, incertidumbre y agitación política. Ajaz, rey de Judá, reinó durante unos dieciséis años en el siglo VIII A. C. Era joven, inexperto, y las Escrituras lo recuerdan como un gobernante malvado, alguien que había permitido que su corazón se alejara del Dios de sus antepasados.
Sin embargo, incluso a él, Dios le extiende una invitación. A través de Isaías, Dios intenta vencer el miedo y la obstinación de Ajaz, para recordarle —y a todo Judá— que Dios es fiel a la promesa hecha a David. Esa misma promesa resuena en el Evangelio de hoy: que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y que este niño salvará al pueblo de sus pecados, de su confusión, de su extravío, de su autodestrucción. Ajaz rechaza la invitación porque sabe que la fe exige un cambio, y el cambio requiere valentía. No quiere la responsabilidad que conlleva creer. Pero Dios, en su misericordia, le da la señal de todos modos. Y entonces el pueblo de Dios espera —generación tras generación— durante más de siete siglos hasta que la promesa se cumple en la casa y el linaje de David. El Mesías, en efecto, vendría del linaje de David.
Si somos sinceros, sabemos que nosotros también le hemos pedido señales a Dios. «Dame una señal, Señor, si este es el camino correcto… la persona adecuada… el trabajo ideal… la vocación correcta… la decisión acertada… la fe verdadera…» Pedimos esto porque anhelamos claridad, seguridad, algo sólido en que apoyarnos cuando la vida se presenta incierta.
Pero la verdad es que Dios nos rodea constantemente de señales, lo pidamos o no. El problema no es el silencio de Dios, sino a menudo nuestra falta de atención o nuestra resistencia a ver lo que tenemos al frente. Una de las señales más sutiles y confiables que Dios nos da es el don de la paz interior. La paz no es simplemente la ausencia de conflicto; es la serena convicción de que Dios está con nosotros: Emmanuel. Es la misma paz que Cristo ofreció a sus apóstoles una y otra vez en los Evangelios. Y la Iglesia enseña que la paz es uno de los frutos del Espíritu Santo, una señal de que Dios obra en nosotros.
Escuchamos la proclamación de los Evangelios semana tras semana. La Iglesia continúa enseñando, guiando y transmitiendo su mensaje a lo largo de los siglos. Nuestras vidas están llenas de personas buenas cuyo ejemplo, sabiduría y bondad nos guían hacia Dios. ¿Qué más señales necesitamos realmente? Cristo trae paz al corazón humano simplemente con su presencia. Y cuando falta la paz, a menudo es señal de que algo en nosotros necesita atención, sanación o un cambio de rumbo.
La virgen concibió y dio a luz un hijo, y su nombre es Jesús. Él vino para salvarnos de nuestros pecados. La señal prometida a Isaías —y anhelada por el pueblo del Antiguo Testamento— se ha cumplido. En Navidad, celebramos no solo un momento de la historia humana, sino una verdad que da sentido a toda nuestra existencia. Jesús es tanto la señal prometida como la señal cumplida. Todo lo que dijo, enseñó e hizo revela cómo debemos vivir. Y estableció su Iglesia como signo vivo de su presencia, para enseñarnos, guiarnos y acompañarnos hasta el fin de los tiempos.
Así que debemos preguntarnos: ¿Estamos en paz —en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestras familias, en nuestro mundo? ¿Reconocemos los signos de la presencia de Cristo, o todavía necesitamos crecer en nuestra fe, en nuestra confianza, y en nuestra esperanza?
En los grandes y trascendentales momentos de la vida, así como en los pequeños y cotidianos, los signos que buscamos ya están presentes. Dios no se esconde. No guarda silencio. Él es Emmanuel: Dios con nosotros.
Abran los ojos. Abran el corazón. Vean los signos.
Ven, Señor Jesús.
El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Tercer Domingo de Adviento
Hoy la Iglesia nos invita a la radiante alegría del «Domingo de Gaudete», nombre que proviene de la antigua antífona de entrada del Tercer Domingo de Adviento, que nos exhorta a regocijarnos. El Adviento es un tiempo de anhelo, de santa espera, pero en este tercer domingo la Iglesia abre suavemente la puerta y deja que la luz de la Navidad ilumine nuestros corazones. Nos alegramos porque el Señor está cerca. Nos alegramos porque el Salvador se acerca una vez más. Nos alegramos porque la compasión y el amor de Dios no son promesas lejanas, sino realidades vivas.
El Adviento es la puerta de entrada a la alegría de la Navidad: la alegría de saber que Dios eligió habitar entre nosotros, caminar con nosotros y redimirnos. A medida que nos acercamos a la gran fiesta de la Natividad, la Iglesia abre de par en par sus puertas a todas las personas de fe, invitando a todos a entrar en la alegría del Señor y a sentirse como en casa.
Nuestra primera lectura nos trae la voz de Isaías, el gran profeta de Israel. Vivió en tiempos difíciles de confusión espiritual, división social y profundo desaliento. Sin embargo, Isaías se atrevió a proclamar lo que podría ser, lo que debería ser y lo que sería cuando el pueblo de Dios regresara su corazón a Él. Vio desiertos floreciendo, manos débiles fortalecidas, corazones temerosos calmados y toda la humanidad contemplando la gloria de Dios. La visión esperanzadora de Isaías
No hace falta mucha imaginación para comprender cómo el mensaje de Isaías se aplica a nuestra época. Nosotros también experimentamos periodos de sequedad espiritual, ansiedad, incertidumbre e incluso miedo. Sin embargo, el profeta nos recuerda que el futuro de Dios siempre es más grande que nuestras dificultades presentes. Como he escrito y predicado a menudo durante este Año Jubilar, la esperanza no es un optimismo ingenuo, sino la convicción de que Dios es fiel.
Las lecturas de hoy tejen un hilo de oro:
- La promesa de renovación de Isaías: un mundo transformado cuando el pueblo de Dios regresa a Él.
- La confianza del salmista: la certeza de que Dios transforma la adversidad en salvación.
- El llamado a la paciencia de Santiago: una fe que persevera fortalece y muestra compasión.
- El testimonio de Juan el Bautista: que nos señala a Jesús, el Mesías tan esperado.
Al celebrar el Domingo de Gaudete, permitamos que la alegría eche raíces en nosotros, no la alegría pasajera que ofrece el mundo, sino la alegría profunda y duradera que proviene de conocer a Cristo. Que esta alegría confronte y venza nuestros miedos, suavice nuestros juicios, fortalezca nuestra paciencia, profundice nuestra compasión y renueve nuestra esperanza. Vivamos con la alegría del Adviento. Y mientras continuamos nuestro camino de Adviento hacia la Navidad durante esta semana, los invito a:
• Buscar momentos de silencio cada día para acoger al Señor en su corazón.
• Ofrecer aliento a alguien que esté pasando por dificultades o se sienta desanimado.
• Practicar la paciencia con el espíritu de Santiago, especialmente en los momentos de estrés.
• Reconocer las señales de la presencia de Dios en la rutina diaria de sus vidas.
• Regocijarse intencionalmente: elijan la gratitud, la bondad y la esperanza.
Que el Dios que hace florecer los desiertos también renueve sus corazones. Que la alegría del Domingo de Gaudete los acompañe durante toda la semana. Y que la próxima fiesta de Navidad los encuentre listos para recibir a Cristo con un corazón lleno de fe, esperanza y alegría.

El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Segundo Domingo de Adviento
En este Segundo Domingo de Adviento, la Palabra de Dios se abre ante nosotros con un horizonte lleno de esperanza, misericordia y posibilidades divinas. Por medio del profeta Isaías escuchamos una promesa lo suficientemente poderosa como para conmover incluso al corazón más cansado: “Brotará un retoño del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.” Qué hermoso recordatorio de que Dios hace brotar vida justamente donde nosotros vemos solo finales. Cuando el mundo parece talado o vacío de promesas, Dios ya está obrando —silenciosa y fielmente— para hacer surgir la renovación.
Sobre este Enviado prometido reposa el Espíritu de sabiduría, entendimiento, consejo y fortaleza. En Él, la justicia y la paz se abrazan, y hasta el lobo y el cordero habitan juntos. El Adviento nos reta a creer que el sueño de Dios para la humanidad es mucho más grande que cualquier cosa que podamos lograr por nuestras propias fuerzas.
El salmo responsorial lleva esa promesa aún más lejos: “Florecerá en sus días la justicia y la paz abundará eternamente.” El Adviento, entonces, no es una espera pasiva. Es un despertar—un anhelo activo por el mundo que Dios desea. Es el tiempo en que elevamos la mirada hacia un futuro donde los pobres son defendidos, los vulnerables protegidos y cada corazón encuentra la paz para la que fue creado. Ésta es la paz que nos preparamos para recibir—no solo en nuestra oración privada, sino también en el entramado de nuestras familias, nuestra parroquia y toda nuestra comunidad.
San Pablo, escribiendo a los Romanos, nos recuerda que “por la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, tengamos esperanza.” La esperanza no nace sin esfuerzo; requiere perseverancia, humildad y el valor de acogernos unos a otros, así como Cristo nos ha acogido. Por eso, el Adviento nunca es un camino solitario. Es la Iglesia—un solo cuerpo—avanzando unida hacia la Luz. Nos preparamos no solo para que nuestros propios corazones sean transformados, sino para que nuestra comunidad sea renovada, fortalecida y unida en la alabanza al Dios que salva.
El Evangelio de hoy, según san Mateo, nos presenta la figura austera de Juan el Bautista, una voz solitaria que surge desde el desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.” Su clamor rompe nuestra complacencia. Nos invita a mirarnos con sinceridad—nuestras costumbres, nuestras prioridades, nuestras excusas—y a volvernos nuevamente hacia Aquel que viene. El Adviento nos invita a despejar el desorden del pecado, a arrancar lo que está sin vida y a acoger la gracia que llega como fuego: que purifica, ilumina y transforma. En Juan, el mundo antiguo se inclina hacia lo nuevo, y somos recordados de que el Mesías está cerca—más cerca de lo que a veces nos atrevemos a imaginar.
La misma palabra “Adviento”—adventus, “venida”—nos recuerda que vivimos en un mundo visitado por Dios. Cristo vino en la historia en Belén; viene en el misterio, a través de los sacramentos y los movimientos silenciosos de la gracia; y vendrá en majestad al final de los tiempos. Esta temporada nos llama a reducir el ritmo, a hacer espacio, a permitir que la Palabra eche raíces. En una cultura que corre precipitadamente hacia la Navidad, el Adviento nos enseña con suavidad pero con firmeza un ritmo distinto: esperar con propósito, prepararnos con alegría y esperar con una fe inquebrantable.
Que la visión de armonía de Isaías, la promesa de paz del salmista, la exhortación de Pablo hacia la unidad y el llamado a la conversión de Juan moldeen nuestros corazones en estos días santos. Que permitamos a Cristo revestirnos de justicia, afianzarnos en la paz y llenarnos de un amor cada vez más discerniente. Y que, al dar fruto de arrepentimiento y misericordia, nos preparemos no solo para la fiesta de Navidad, sino para la morada eterna de Aquel cuya gloria llena la tierra como las aguas cubren el mar.
Que este Adviento sea para ustedes y sus familias un tiempo de profunda renovación, reconciliación sanadora y esperanza radiante. Caminemos juntos este camino, preparando el camino del Señor, hasta que toda carne vea la salvación de Dios.
El Obispo David M. O’Connell, C.M., ha compartido este mensaje para el Primer Domingo de Adviento:
“Velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor.” (Mateo 24:42)
Al entrar en el santo tiempo de Adviento, la Iglesia nos invita una vez más a alzar la mirada hacia el horizonte de la esperanza. El Adviento es mucho más que una cuenta regresiva para la Navidad; es un camino sagrado de expectativa, preparación y renovación. Es un tiempo en el que el Pueblo de Dios se detiene lo suficiente para recordar que nuestras vidas no están guiadas por la casualidad, sino por la promesa: la promesa de Dios de permanecer con nosotros y volver a nosotros.
Un Tiempo de Vigilancia
En este Primer Domingo de Adviento, Jesús nos llama a permanecer despiertos. Sus palabras no buscan infundir miedo, sino despertar el deseo: una santa atención a las formas silenciosas en que Cristo ya está obrando en nuestras vidas. En un mundo abarrotado de ruido, actividad y distracciones, el Adviento nos susurra suavemente: Baja el ritmo. Respira. Presta atención. Si nos permitimos estar en silencio, quizá descubramos que la luz de Dios ya se abre paso donde menos la esperábamos.
La primera semana de Adviento nos ofrece tres invitaciones.
Primero, “Despertar la Esperanza”
La esperanza, el tema de este Año Jubilar, es la primera vela que encendemos, la primera gracia que recibimos. Despertar la esperanza es confiar en la fidelidad de Dios, incluso en circunstancias inciertas. Esta semana, reavivemos la esperanza en nuestras familias, lugares de trabajo y comunidades, con palabras de aliento, gestos de paciencia o simplemente creyendo que Dios aún no ha terminado con nosotros.
A continuación, “Practica la vigilancia”
La vigilancia del Adviento es activa, no pasiva. Es la vigilancia del amor, que está atenta a las necesidades de los demás y lista para responder con compasión. Nos mantenemos despiertos cuando escuchamos a quienes se sienten ignorados, nos acercamos a quienes se sienten invisibles y nos solidarizamos con quienes se sienten olvidados. Cada acto de bondad se convierte en una puerta por la que Cristo entra.
Finalmente, “Preparar espacio”
Así como María abrió su corazón para recibir al Verbo hecho carne, también nosotros estamos llamados a hacer espacio para Cristo. Preparar espacio puede requerir dejar atrás el resentimiento, perdonar o crear momentos de silencio para la oración. Cuando despejamos incluso un pequeño espacio en nuestro interior, Dios lo llena con una gracia que supera con creces nuestra imaginación.
El Adviento trae luz en la oscuridad
Las velas de la corona de Adviento nos recuerdan que incluso la llama más pequeña puede atravesar la noche más profunda. Al encender la primera vela esta semana, que se convierta en un signo de nuestra disposición a recibir a Cristo, no solo en la alegre celebración de la Navidad, sino en cada momento donde se necesita amor, se exige justicia y la misericordia es posible.
Caminando juntos en la esperanza
Caminemos esta semana con el corazón despierto, la mirada en alto y el espíritu entusiasta. Cristo viene; siempre viene. Viene en nuestra oración, en nuestro prójimo, en nuestro anhelo de santidad y en la serena valentía de la esperanza.
Que nos encuentre listos, alegres y radiantes con su luz.



