Mensaje pastoral para la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe
December 11, 2025 at 12:00 a.m.
12 de diciembre de 2025
En diciembre de 2018, tuve la bendición de guiar a sacerdotes y fieles laicos en peregrinación a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en México. Juntos nos arrodillamos ante la Madre de las Américas, elevando nuestros corazones en oración en aquel lugar sagrado donde incontables peregrinos han llegado antes que nosotros. Vimos a miles de personas —muchas que habían caminado durante días desde aldeas lejanas— traer sus peticiones y sus dolores, confiándolos a Cristo por la tierna intercesión de su Santísima Madre.
Desde 2016, al acercarse la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, el clero y los fieles de la Diócesis de Trenton han llevado antorchas por nuestros cuatro condados. Estas llamas son más que luz en medio de la oscuridad: son signos de la fe radiante que Nuestra Señora enciende en nosotros, la luz de su Hijo brillando en nuestros corazones mientras avanzamos hacia Él.
Recordamos la historia de Juan Diego, el humilde converso de 57 años a quien Nuestra Señora llamó “Juanito, mi hijito,” en el cerro del Tepeyac en 1531. Así como en Lourdes y Fátima, ella escogió a alguien sencillo, para que su mensaje llegara a todos en un lenguaje de amor y misericordia. El Papa Francisco nos recuerda: “Al hablarles a ellos, ella habla a todos, en un lenguaje adecuado para todos, comprensible, como el de Jesús.”
A Juan Diego se le reveló como Madre de todos: “Verdaderamente soy honrada de ser vuestra madre compasiva, tuya y de todos los que habitan en esta tierra, y de todos los demás linajes de hombres: los que me aman, los que claman a mí, los que me buscan, los que confían en mí.” Ella es la Madre de Dios, y también es nuestra Madre.
Apareciéndose cuatro veces, pidió que se construyera un templo donde sus hijos pudieran acudir a recibir misericordia, sanación y consuelo. Para fortalecer la fe de Juan Diego, lo envió con rosas recogidas en su tilma. Cuando la abrió ante el obispo, las rosas cayeron y apareció la imagen milagrosa que conocemos tan bien: Nuestra Señora vestida con atuendo indígena, resplandeciente con la presencia de Dios. Durante nuestra peregrinación, tuve la gracia de contemplar esa misma tilma, preservada en el santuario de la Basílica que lleva su nombre.
El arzobispo José Gomez predicó una vez en su fiesta: “Nuestra Señora nos llama a escuchar su voz, a dejarnos guiar por sus palabras y su ejemplo… a hacer algo especial por ella, tal como llamó a San Juan Diego a llevar a Jesús a cada corazón y a cada alma.” Éste es su llamado para nosotros hoy. Como Juan Diego, somos mensajeros y misioneros, cada uno a su manera, llevando a Cristo a cada rincón de nuestra vida.
A través de esta fiesta, Nuestra Señora nos llama de nuevo: a pensar y actuar como Jesús, a responder con su amor a las luchas que enfrentamos y a afrontar los desafíos de nuestra Iglesia con fe y confianza. Como proclama el Evangelio, María creyó en la palabra que le fue dirigida por el Señor, y por eso fue bendecida. También nosotros estamos invitados a compartir esa misma confianza.
No olvidemos jamás sus palabras más tiernas: “No se turbe tu corazón. No tengas miedo. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y protección? ¿No estás en el cruce de mis brazos? ¿Qué más necesitas?”
Ella nos recuerda que más allá de las fronteras, de los idiomas y del color de nuestra piel, somos todos hermanos y hermanas: hijos de un mismo Padre e hijos de la Madre de Dios.
Nuestra Señora de Guadalupe, Madre virgen y patrona de las Américas, camina con nosotros en nuestra peregrinación de fe. Nos mira con amor, nos toma de la mano y siempre nos conduce a su Hijo. Que podamos poner todas nuestras esperanzas, nuestras alegrías y nuestros temores a sus pies, confiados en su cuidado maternal.
¡Que viva la Virgen de Guadalupe!
¡Que viva San Juan Diego!
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12 de diciembre de 2025
En diciembre de 2018, tuve la bendición de guiar a sacerdotes y fieles laicos en peregrinación a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en México. Juntos nos arrodillamos ante la Madre de las Américas, elevando nuestros corazones en oración en aquel lugar sagrado donde incontables peregrinos han llegado antes que nosotros. Vimos a miles de personas —muchas que habían caminado durante días desde aldeas lejanas— traer sus peticiones y sus dolores, confiándolos a Cristo por la tierna intercesión de su Santísima Madre.
Desde 2016, al acercarse la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, el clero y los fieles de la Diócesis de Trenton han llevado antorchas por nuestros cuatro condados. Estas llamas son más que luz en medio de la oscuridad: son signos de la fe radiante que Nuestra Señora enciende en nosotros, la luz de su Hijo brillando en nuestros corazones mientras avanzamos hacia Él.
Recordamos la historia de Juan Diego, el humilde converso de 57 años a quien Nuestra Señora llamó “Juanito, mi hijito,” en el cerro del Tepeyac en 1531. Así como en Lourdes y Fátima, ella escogió a alguien sencillo, para que su mensaje llegara a todos en un lenguaje de amor y misericordia. El Papa Francisco nos recuerda: “Al hablarles a ellos, ella habla a todos, en un lenguaje adecuado para todos, comprensible, como el de Jesús.”
A Juan Diego se le reveló como Madre de todos: “Verdaderamente soy honrada de ser vuestra madre compasiva, tuya y de todos los que habitan en esta tierra, y de todos los demás linajes de hombres: los que me aman, los que claman a mí, los que me buscan, los que confían en mí.” Ella es la Madre de Dios, y también es nuestra Madre.
Apareciéndose cuatro veces, pidió que se construyera un templo donde sus hijos pudieran acudir a recibir misericordia, sanación y consuelo. Para fortalecer la fe de Juan Diego, lo envió con rosas recogidas en su tilma. Cuando la abrió ante el obispo, las rosas cayeron y apareció la imagen milagrosa que conocemos tan bien: Nuestra Señora vestida con atuendo indígena, resplandeciente con la presencia de Dios. Durante nuestra peregrinación, tuve la gracia de contemplar esa misma tilma, preservada en el santuario de la Basílica que lleva su nombre.
El arzobispo José Gomez predicó una vez en su fiesta: “Nuestra Señora nos llama a escuchar su voz, a dejarnos guiar por sus palabras y su ejemplo… a hacer algo especial por ella, tal como llamó a San Juan Diego a llevar a Jesús a cada corazón y a cada alma.” Éste es su llamado para nosotros hoy. Como Juan Diego, somos mensajeros y misioneros, cada uno a su manera, llevando a Cristo a cada rincón de nuestra vida.
A través de esta fiesta, Nuestra Señora nos llama de nuevo: a pensar y actuar como Jesús, a responder con su amor a las luchas que enfrentamos y a afrontar los desafíos de nuestra Iglesia con fe y confianza. Como proclama el Evangelio, María creyó en la palabra que le fue dirigida por el Señor, y por eso fue bendecida. También nosotros estamos invitados a compartir esa misma confianza.
No olvidemos jamás sus palabras más tiernas: “No se turbe tu corazón. No tengas miedo. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y protección? ¿No estás en el cruce de mis brazos? ¿Qué más necesitas?”
Ella nos recuerda que más allá de las fronteras, de los idiomas y del color de nuestra piel, somos todos hermanos y hermanas: hijos de un mismo Padre e hijos de la Madre de Dios.
Nuestra Señora de Guadalupe, Madre virgen y patrona de las Américas, camina con nosotros en nuestra peregrinación de fe. Nos mira con amor, nos toma de la mano y siempre nos conduce a su Hijo. Que podamos poner todas nuestras esperanzas, nuestras alegrías y nuestros temores a sus pies, confiados en su cuidado maternal.
¡Que viva la Virgen de Guadalupe!
¡Que viva San Juan Diego!
