Mensaje Pastoral para la Solemnidad de la Inmaculada Concepción

December 8, 2025 at 7:37 a.m.
foto de Getty
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Por Obispo David M. O'Connell, C.M.

Nunca había recibido el mundo una noticia más gozosa que aquellas palabras dirigidas por el ángel Gabriel a una joven humilde de Nazaret: “¡Alégrate, llena de gracia! El Señor está contigo” (Lc 1,28). En ese único saludo, siglos de espera y anhelos encontraron su cumplimiento. María—elegida desde antes de nacer—fue revelada como la única “llena de gracia,” preservada del pecado desde el primer instante de su existencia. Ella fue preparada para recibir el mensaje más asombroso de la historia: que Dios mismo habitaría en su seno.

Éste es el misterio que celebramos hoy: la Inmaculada Concepción de María, el camino divino que preparó la Encarnación del Verbo eterno. Librada de las consecuencias del pecado original, María fue destinada a ser la Madre de Dios, quien llevaría en su vientre al Salvador del mundo. A ella, el ángel anunció: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31).

La respuesta de María estuvo llena de asombro, pero también de sincera inquietud: “¿Cómo podrá ser esto?” preguntó. La respuesta de Gabriel atraviesa los siglos y llega hasta nosotros como promesa y consuelo: “Nada hay imposible para Dios” (Lc 1,37). En fe y humildad, María pronunció su “sí”: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Con ese fiat, se abrió la puerta de la salvación, y la Gracia misma—Jesucristo—entró en nuestro mundo.

Pero la Inmaculada Concepción no es solo historia de María; también ilumina nuestra propia vocación. San Pablo nos recuerda en la carta a los Efesios que “Dios nos eligió en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él” (Ef 1,4). Aquello que Dios llevó a plenitud en María, desea iniciarlo en nosotros: un camino de santidad, misericordia y vida en gracia. Por eso la Iglesia la invoca como Madre de Misericordia: porque en su “sí” inmaculado contemplamos la ternura del Padre, cuya misericordia renueva todas las cosas.

En esta fiesta, celebrada en el sagrado tiempo del Adviento, la Iglesia nos invita a redescubrir la misericordia de Dios. El Papa Francisco describe esta misericordia como “una experiencia viva de la cercanía del Padre, cuya ternura se vuelve casi palpable.” Hoy, abramos el corazón a esa cercanía. Creamos, como María creyó, que nada es imposible para Dios: ni el perdón de nuestras culpas más profundas, ni la sanación de nuestras heridas más viejas, ni la reconciliación donde parece no haber salida, ni la paz en un mundo herido por conflictos.

La fe inmaculada de María nos enseña a confiar, a entregarnos y a responder con valentía. Con ella, digamos al Padre misericordioso: “Hágase en mí según tu palabra.” Que su pureza avive nuestra esperanza, que su humildad fortalezca nuestra fe, y que su “sí” perseverante nos guíe a acoger a Cristo que viene.

Que la Virgen Inmaculada, Madre de Misericordia, interceda por nosotros y nos conduzca siempre más cerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.



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Nunca había recibido el mundo una noticia más gozosa que aquellas palabras dirigidas por el ángel Gabriel a una joven humilde de Nazaret: “¡Alégrate, llena de gracia! El Señor está contigo” (Lc 1,28). En ese único saludo, siglos de espera y anhelos encontraron su cumplimiento. María—elegida desde antes de nacer—fue revelada como la única “llena de gracia,” preservada del pecado desde el primer instante de su existencia. Ella fue preparada para recibir el mensaje más asombroso de la historia: que Dios mismo habitaría en su seno.

Éste es el misterio que celebramos hoy: la Inmaculada Concepción de María, el camino divino que preparó la Encarnación del Verbo eterno. Librada de las consecuencias del pecado original, María fue destinada a ser la Madre de Dios, quien llevaría en su vientre al Salvador del mundo. A ella, el ángel anunció: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31).

La respuesta de María estuvo llena de asombro, pero también de sincera inquietud: “¿Cómo podrá ser esto?” preguntó. La respuesta de Gabriel atraviesa los siglos y llega hasta nosotros como promesa y consuelo: “Nada hay imposible para Dios” (Lc 1,37). En fe y humildad, María pronunció su “sí”: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Con ese fiat, se abrió la puerta de la salvación, y la Gracia misma—Jesucristo—entró en nuestro mundo.

Pero la Inmaculada Concepción no es solo historia de María; también ilumina nuestra propia vocación. San Pablo nos recuerda en la carta a los Efesios que “Dios nos eligió en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él” (Ef 1,4). Aquello que Dios llevó a plenitud en María, desea iniciarlo en nosotros: un camino de santidad, misericordia y vida en gracia. Por eso la Iglesia la invoca como Madre de Misericordia: porque en su “sí” inmaculado contemplamos la ternura del Padre, cuya misericordia renueva todas las cosas.

En esta fiesta, celebrada en el sagrado tiempo del Adviento, la Iglesia nos invita a redescubrir la misericordia de Dios. El Papa Francisco describe esta misericordia como “una experiencia viva de la cercanía del Padre, cuya ternura se vuelve casi palpable.” Hoy, abramos el corazón a esa cercanía. Creamos, como María creyó, que nada es imposible para Dios: ni el perdón de nuestras culpas más profundas, ni la sanación de nuestras heridas más viejas, ni la reconciliación donde parece no haber salida, ni la paz en un mundo herido por conflictos.

La fe inmaculada de María nos enseña a confiar, a entregarnos y a responder con valentía. Con ella, digamos al Padre misericordioso: “Hágase en mí según tu palabra.” Que su pureza avive nuestra esperanza, que su humildad fortalezca nuestra fe, y que su “sí” perseverante nos guíe a acoger a Cristo que viene.

Que la Virgen Inmaculada, Madre de Misericordia, interceda por nosotros y nos conduzca siempre más cerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.


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