“Y les aseguro que estaré con ustedes siempre”

Carta pastoral sobre la presencia de Dios
March 1, 2021 at 9:41 p.m.
“Y les aseguro que estaré con ustedes siempre”
“Y les aseguro que estaré con ustedes siempre”

El reverendísimo David M. O'Connell, C.M.

“Y les aseguro que estaré con ustedes siempre” (Mateo 28:20)

Carta pastoral sobre la presencia de Dios

 

INTRODUCCIÓN

Nuestra experiencia de la pandemia el año pasado y este año nos ha dado una frase nueva para nuestro vocabulario cotidiano: “distanciamiento social”. Como se lo entiende, el distanciamiento social es al acto de crear más espacio físico entre individuos y disminuir la frecuencia del contacto físico para reducir el riesgo de propagar el COVID-19. Estamos promoviendo, defendiendo y requiriendo el distanciamiento social en casi cada lugar donde la gente suele reunirse, incluyendo en las iglesias.

No será sorpresa de que nuestro “distanciamiento social” o, cuando sea necesario, “hacer cuarentena” aumente nuestro sentido de aislamiento, aunque sea solo por ahora. Somos, a pesar de todo, “seres sociales” por naturaleza y “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18).

En algunas circunstancias, estar a solas no siempre tiene que ser algo malo. De hecho, a veces puede ser algo bueno, y hasta preferible, estar solos para proveernos un descanso, algo de paz, espacio o tiempo para pensar y respirar en medio de esta vida tan ocupada y apretada de horarios y trabajo. Puede ser que optemos por estar solos, pero pocas veces esperamos quedarnos así. Aparte del ermitaño no tan común, también los monjes y sores que viven una vida monástica lo viven en comunidad con otros.

Cuando sea algo necesario como ahora en esta pandemia actual, el distanciamiento social, cuarentena y aislamiento – estar solos durante tiempos extendidos – puede crear sentimientos de soledad. Los profesionales de salud mental indican que pasar por una experiencia tan alterada de la vida común puede “afectar la cabeza”. Nos aconsejan “mantenernos en contacto” con los demás lo mejor que podamos.

Eso es buen consejo y lo debemos seguir, especialmente importante para los niños y jóvenes que se encuentran privados de ir a escuela u otras actividades interactivas. Es también muy importante para las personas de tercera edad y los enfermos. Bueno, es decir que realmente “mantenernos en contacto” es importante para todos.

A través de mi ministerio sacerdotal, me he encontrado con muchas personas que han estado de manera del distanciamiento social durante largo tiempo y no por ninguna opción propia. La sociedad les ha alejado. Los vagabundos durmiendo en las calles de nuestras ciudades. Es tan fácil pasarlos por el otro lado. Los ancianos que viven abandonados en facilidades que nunca reciben visitas o llamadas de nadie. Los drogadictos que viven de un momento drogado al otro, viviendo en su propio mundo aislado. Los pobres, marginados, amenazados, rechazados, que viven solos, “en cuarentena” por cualquier razón. El distanciamiento social y aislamiento son sentencias impuestas a ellos por la sociedad, sin ninguna posibilidad de la libertad. A lo mejor tengamos la tentación de pensar, “¿Dónde está Dios?” en medio de todo esto.

Por supuesto, hay una gran diferencia entre este segundo grupo y los sufridos por la virulencia de la pandemia actual. Y, todavía, las víctimas del COVID, sus familias y los profesionales médicos que los cuidan pueden estar tentados a cuestionar donde está Dios. Tenemos esperanza de que se recuperen y que las mascarillas y el distanciamiento social prevendrán el contagio de más. Tenemos esperanza de que vean a personas volviendo al trabajo y el rebote económico, volviendo a escuela y regresando a alguna forma de normalidad en sus vidas. Tenemos esperanza de que las vacunas cumplan su meta y que se hacen más disponibles. Como resultado, la presencia de Dios puede volver a ser más evidente a ellos de nuevo. Pero ¿qué hacemos sobre las personas que mencioné que estén aisladas a causa de nosotros de la sociedad? El distanciamiento social de sus vidas existía antes de la pandemia y probablemente seguirá después. No podemos olvidarnos de ellos.

Al reconocer la respuesta “generosa y heroica” del personal de salud de la pandemia del COVID-19, el papa Francisco escribió hace poco, “La dedicación de quienes, incluso en estos días, trabajan en hospitales y estructuras sanitarias “es una "vacuna" contra el individualismo y el egocentrismo” y demuestra “el deseo más auténtico que habita en el corazón humano: estar cerca de los más necesitados y volcarse por ellos”. El Santo Padre observó que “Ante esta entrega, toda la sociedad se ve animada a dar un testimonio cada vez mayor de amor al prójimo y de atención a los demás, especialmente a los más débiles” (Papa Francisco, “Carta al arzobispo Vincenzo Paglia, presidente de la Pontificia Academia para la Vida”, 20 de febrero, 2021).

Lo que hace que ese amor sea posible, real y demostrable es la presencia de Dios y nuestro reconocimiento de Él en cada circunstancia de la vida humana. ¿Dónde está Dios? Dios siempre está con nosotros en todo lugar. Dios nunca está lejos de nosotros. Es hora de recuperar o, tal vez por primera vez, desarrollar un sentido de la presencia de Dios.

LA PRESENCIA DE DIOS

Yo sé que compartir esto dará pistas de mi edad, pero al estudiar en la escuela católica de niño, mis compañeros y yo estudiábamos el Catequismo de Baltimore. Nosotros memorizábamos las respuestas exactas a sus preguntas y nos daban exámenes en la clase de religión: “¿Quién es Dios?” “¿Qué es Dios?” “Dónde está Dios?” y más. Éstas estaban entre las primeras lecciones como la pedagogía de aquel tiempo, pero ya “ha pasado mucha agua por debajo el puente” desde entonces. Y aunque los métodos de la enseñanza cambian frecuentemente, las verdades fundamentales nunca cambian.

Me criaron de siempre creer en Dios. Honestamente puedo decir que nunca he dudado la existencia de Dios, ni un poquito, aunque haya conocido a gente que sí la han dudado o que siguen dudando. Por supuesto, he cuestionado cosas de vez en cuando y he lanzado mis propias preguntas a veces, pero, en lugar de dudar o negar, siempre dirigía mis cuestiones y preguntas “a” Dios, a Dios en quien yo creo y confío con cada fibra de mi ser.

Escribo esta carta pastoral no para intentar comprobar la existencia de Dios ni convencer a los no-creyentes. Las bibliotecas están llenas de las escrituras de santos, filósofos, teólogos y académicos del pensamiento religioso desde hace miles de años que han publicado sus pruebas y demostraciones. Se puede encontrar todos ellos fácilmente para leer, considerar y debatirlos por quien quiera.

Escribo simplemente como un creyente y pastor de otros creyentes en la Iglesia Católica para reafirmar la creencia fundamental y no-negociable que compartimos. Es decir que Dios existe. La existencia de Dios es el principio y la meta de cada vida humana, incluso a las personas que niegan o dudan. Dios creó al mundo y todo que lo que contiene y a los seres humanos en su semejanza. Entonces, hay una relación entre Dios y su creación, entre Dios y nosotros.

Si Dios existe – y eso es cierto si uno lo cree o no – entonces Dios está presente, todo presente – omnipresente. Y si Dios es omnipresente, entonces Dios es todo poderoso – omnipotente. Y si Dios es omnipresente y omnipotente, entonces Dios es toda sabiduría – omnisciente. Y si Dios es omnipresente y omnipotente y omnisciente, entonces su relación con el mundo que creó – y con nosotros dentro de él – es una relación continua de conocimiento, vigilancia, interés y – me atrevo decir – preocupación íntima. Es personal. Dios es todo cariñoso y preocupado porque Dios es todo bueno y porque personalmente desea el bien de todo que ha creado. Pero entonces, ¿por qué hay maldad? Pues, eso es por nosotros y nuestras opciones por el libre albedrio, no por Dios.

Los ateos, agnósticos y otros incrédulos “científicos” pueden atacar estas ideas, pero, en fin, lo mejor que podrán decir es una negación o duda sobre su “creencia” en Dios, algo que demuestra más sobre ellos que Dios.

Por mi parte y la de muchos católicos que comparten mis creencias y convicciones en y sobre Dios, no pretendo probar nada – estoy enfocado en la fe, “Ahora bien, la fe es la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). La existencia de Dios y la fe en la presencia de Dios es el comienzo de todo. El místico alemán del siglo trece Maestro Eckhart lo explicó de esta manera:

“La proximidad entre Dios y el alma es tal que no hay ninguna diferencia. Es por lo que Dios está más cerca del alma de lo que lo está ella misma. Dios me es más próximo que yo mismo lo soy de mí mismo; mi ser”.

LA PRÁCTICA DE LA PRESENCIA DE DIOS

Se cuenta la historia de un niño que lleva la funda de un violín de mano caminando por la Quinta Avenida de la Ciudad de Nueva York. Se sentía un poco perdido y paró para preguntar a alguien que pasaba “¿Cómo se llega al Carnegie Hall”? Sin demorar ni un momento, la persona le respondió, “¡Practicar, practicar, practicar”!

Para el creyente, podemos lanzar la misma pregunta, “¿Cómo se alcanza a conocer a Dios en la vida”? La respuesta es lo mismo, “¡Practicar, practicar, practicar”! ¿Cómo se puede “practicar” conocer a Dios?

Cuando yo era novicio en el seminario vicentino (¡hace mucho tiempo!), era requisito leer “lecturas espirituales” cada día. Puede que suene extraño requerir leer sobre cosas espirituales en un horario de seminaristas, pero los encargados de nuestra formación sacerdotal, siguiendo la regla del san Vicente de Paul (1580-1660), pretendían inculcar en nosotros desde las primeras etapas de nuestro entrenamiento la importancia de desarrollar buenos hábitos espirituales diarios, un deber que requería de “practicar”.

Uno de los muchos libros que recuerdo leer con mucho interés era de un hermano laico de un monasterio carmelito en París. Su nombre era Hermano Lorenzo (1614-1691) y el libro que compusieron de sus cartas después de su muerte se llamaba “La práctica de la presencia de Dios”. Nacido Nicolás Herman y nunca educado, él se crió en una familia campesina y entró al ejército para poder alcanzar las necesidades de la vida. Él cuenta la historia de un día cuando vio un árbol sin hojas en el campo de batalla. Se puso a pensar e imaginar cómo se vería ese mismo árbol tres meses después en plena floración. Veía ese árbol como símbolo de cómo Dios transforma el corazón humano, por el tiempo.

Después de entrar a los carmelitos, el superior le dio a Nicolás el nombre “Hermano Lorenzo de la Resurrección” y le asignó los deberes más domésticos del monasterio, últimamente en la cocina lavando ollas y sartenes. Pasó poco tiempo cuando Hermano Lorenzo empezó a demostrar una gran sabiduría espiritual a sus hermanos monjes y visitas al monasterio, hasta el punto de encontrar y enseñar la presencia de Dios entre sus “ollas y sartenes”. “Señor de todas las ollas y sartenes y cosas”, oraba, “hazme un santo por preparar las comidas y lavar los platos”.

Se hizo claro rápidamente que Hermano Lorenzo poseía una intimidad extraordinaria con Dios a través de su vida monástica simple y ordinaria. No tan acostumbrado a mantenerse callado, Hermano Lorenzo explicaba a menudo que tenía que ver con una “práctica espiritual de la presencia de Dios”. Decía que “Lo único que tenemos que hacer es reconocer a Dios íntimamente dentro de nosotros. Era un gran error pensar que nuestro tiempo de oración era diferente que cualquier otro momento.

“Nuestras acciones nos deben unir a Dios cuando cumplimos nuestras actividades diarias, tal como nuestras oraciones deben de unirnos a él en nuestras devociones silenciosas. No es necesario quedarnos en la iglesia para seguir en la presencia de Dios. Podemos convertir a nuestros corazones en capillas personales en donde podemos entrar cuando sea para hablar con Dios en privado”.

Nunca he olvidado ese “libro espiritual” pequeño ni las lecciones de aquel hermano carmelito humilde.

“La práctica más sagrada y necesaria de la vida espiritual”, escribió, “es la presencia de Dios – es decir, cada momento gozar de que Dios está contigo. Eso significa encontrar el gozo continuo en su compañía divina, hablando humilde e íntimamente con él en todas las temporadas, en cada momento, sin limitar la conversación de ninguna manera”.

Reconozcamos como habla él de “la práctica”: gozar de la presencia y compañía de Dios; hablar con Dios de manera humilde e íntima todo el tiempo, sin “limitar” la conversación.

Dios está siempre presente en todo lugar de nuestras vidas. No puedo repetir eso bastante. A veces no reconocemos ni pensamos en su presencia, pero Dios está cerca, al lado, con nosotros, dentro de nosotros siempre.

“Debemos dirigirnos firmemente en la presencia de Dios por medio de conversar con él siempre”, aconsejó Hermano Lorenzo. “Debemos alimentar nuestra alma con una idea alta de Dios y, de eso, derivar un gran gozo de que seamos suyos. Debemos poner vida en nuestra fe. Debemos entregarnos totalmente a Dios en rendición pura, en cosas temporales y espirituales también, y encontrar gusto en hacer su voluntad, pasemos o no por sufrimientos o consuelos”.

Lo que Hermano Lorenzo describe en sus reflexiones sobre la práctica de la presencia de Dios es realmente la práctica de la oración, la práctica de orar. He visto que muchas personas se acercan a los sacerdotes y líderes espirituales para pedir su dirección en la oración. Semejante a como los Apóstoles se dirigían al Señor Jesús y le preguntaron, “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1), así las personas buscan a los sacerdotes y líderes espirituales con un pedido parecido. La respuesta del Hermano Lorenzo nos provee un buen comienzo: “Orar no es otra cosa que un sentido de la presencia de Dios”. “Pensar” en Dios es el comienzo de la oración. Establece nuestro conocimiento de su presencia, siempre ahí. Querer conocer a Dios más profundamente y experimentar su presencia es una buena manera para continuar nuestra oración. Ya está con nosotros. Expresar nuestra necesidad por Dios nos mantiene alertos a la razón de la oración. Él ya está presente escuchando y nos responderá. Pero la oración no ocurre en sí no más. Hace falta practicarla. Y no tan solo cuando queremos pedir algo o cuando algo malo nos pase en la vida. Somos capaces de y debemos orar todo el tiempo porque Dios está siempre presente, amándonos.

Hermano Lorenzo escribió, “No hace falta llamar muy fuerte; está mucho más cerca de lo que pensamos”. Mucho tiempo antes que el hermano el salmista proclamó, “No me llega aún la palabra a la lengua cuando tú, Señor, ya la sabes toda” (Salmos 139:4). Mantengamos viva la conversación en la presencia de Dios, en actitud, en pensamiento, en deseo y en palabra. Recordemos la exhortación del san Pablo en su Carta a los Tesalonicenses: “Estén siempre alegres, oren sin cesar, den gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús” (Tesalonicenses 5:16-18). ¡Practiquemos la presencia de Dios!

VIVIR EN LA PRESENCIA DE DIOS

El cuerpo humano necesita por lo menos tres cosas básicas para sobrevivir. Los seres humanos pueden durar poco tiempo sin comida y agua, pero la vida terminaría muy rápido sin el oxígeno. El san Padre Pio dijo, “La oración es el oxígeno del alma”. Quisiera ir más allá que eso: la práctica de la presencia de Dios es el oxígeno de la oración. El abad trapista y monje padre Tomás Aquino Keating (1923-2018) lo explicó de esta manera: “Pocas veces pensamos en el aire que respiramos, pero está dentro de nosotros y en nuestro alrededor todo el tiempo. De manera semejante, la presencia de Dios nos penetra, está en nuestro alrededor, siempre abrazándonos”.

Para el creyente, no basta pensar en Dios de vez en cuando. Para el creyente, no basta “decir” una oración de vez en cuando. Si fuera así, nuestras vidas espirituales no durarían mucho. La oración es la práctica, el “hábito” de vivir siempre en la presencia de Dios. ¡Eso es lo que es la oración y donde la oración nos lleva!

Empieza el momento en que abrimos los ojos en la mañana. Dios ha estado presente por toda la noche mientras dormíamos. Cuando nos despertamos, solo hace falta un poquito de esfuerzo para darnos cuenta de que Dios nos ha dado el don de otro día nuevo. Hagamos que practiquemos decir “buenos días” a Dios, decirle “Gracias por el don del día de hoy”.

Estoy afortunado como un obispo tener una capilla en mi casa donde habita el Señor Jesús en el Santísimo, siempre presente y esperándome. No son muchos los católicos que tienen ese lujo, gracia y bendición. Bajo por las escaleras – agradecido a Dios en mi caso que aun puedo caminar – y la primera cosa que veo es el brillo de la lámpara roja del santuario de la capilla, recordándome de la presencia de Dios, invitándome a entrar y ofrecer una oración por el día que me queda por delante y por las personas con quien me encontraré. La mayoría del tiempo, sé el horario que tengo tal día, pero más común que no, siempre habrá sorpresas e interrupciones. Antes de salir por la puerta, oro mis oraciones de la mañana y celebro Misa, pero llevo la presencia de Dios conmigo de mente y corazón.

La experiencia de la pandemia este año me ha dado mucho más tiempo de que tendría normalmente para enfocarme decisivamente en la presencia de Dios. Mucho distanciamiento social me acompaña en mi trabajo estos días, pero ninguna distancia de Dios. Si existan beneficios de la pandemia – y no puede haber tantos – uno ha sido más tiempo para la oración y reflexión. Dios ve mi cara atrás de la mascarilla que llevo y yo veo su rostro detrás de las mascarillas llevadas por las otras personas. 

Con mascarillas o no, yo espero y oro de que los requisitos de la pandemia – y la pandemia en sí – no hayan prevenido a gente de reconocer el rostro de Dios y sentir su presencia, a pesar de la distancia que mantengamos de los demás. Dios siempre está presente y siempre podemos hablar con él en la oración. Tenemos que orar, tal vez ahora en nuestros momentos de distancia y aislamiento más que nunca.

Más temprano en el año cuando la pandemia estaba muy fuerte, nos pesaban muchas decisiones difíciles a todos nosotros en la Diócesis de Trenton. Se ofreció una dispensa de asistir a Misa dominical y en días altas a todos los fieles hasta mayor aviso. De manera temporánea, cerramos iglesias, capillas y centros parroquiales al público, cancelando también las devociones. Se postergaron los Sacramentos y alteraron la forma de confesiones y de funerales. Hubo acceso limitado a los Sacramentos en los hospitales y hogares de ancianos. Se transmitían la celebración de la Misa y solo se recibía la Santa Comunión espiritualmente. Se celebraron la Semana Santa y Pascua en las iglesias, pero sin ninguna congregación. ¡Tuvimos que participar virtualmente!

Al llegar a medianos de mayo en el 2020, las iglesias y capillas reabrieron con precauciones de seguir y, después de unas semanas de Misas afuera en los parqueos, se comenzaron a celebrar Misa adentro de nuevo, bajo el requisito de seguir precauciones y límites de cupo. A pesar de todas estas limitaciones e inconvenientes, sin embargo, dos cosas se mantenían siempre constantes: la presencia de Dios y la oportunidad de orar. Dios no nos abandonó como algunos sugieren - ¡nunca! La Iglesia no nos abandonó como otros han sugerido - nunca. Aún nos hace falta “el oxígeno espiritual” para que nuestras almas sigan respirando durante este tiempo difícil. Simplemente ha sido un tiempo para nosotros, los creyentes, como solía pasar tan a menudo en la historia de la Iglesia y sigue pasando en partes del mundo, sacrificarnos espiritualmente y adaptarnos y ajustar nuestras maneras espirituales de vivir en la presencia de Dios.[[In-content Ad]]De nuevo, creo que fue Hermano Lorenzo quien escribió: “No se debe confinarse siempre a ciertas normas ni formas particulares de devoción, sino se debe actuar con una confianza en Dios, con amor y humildad”. Recordando momentos propios de sus desafíos espirituales, Hermano Lorenzo compartió, “No rogué por ningún alivio sino por la fuerza de sufrir con fortaleza, humildad y amor … El amor endulza el dolor; y cuando uno ama a Dios, uno sufre en su Nombre con gozo y confianza”.

Él observó, “El mundo parece ser poco al alma que contempla la grandeza de Dios”. Vivir en la práctica de la presencia de Dios nos facilita, como creyentes, a verdaderamente contemplarlo en su grandeza al entregarnos completamente a Dios y rendirnos a Él”.

Orar no cambia a Dios. Orar, vivir en la presencia de Dios, nos cambia a nosotros.

CONCLUSIÓN

Como obispo, el pedido más frecuente que me llega es pedir mi oración. Ni un día pasa sin que alguien me pide orar por él o ella, por sus familias o amigos, por los enfermos o muertos o alguna otra intención especial. Puedo decir honestamente que cumplo con cada promesa de oración que hago. Parece que las personas dan más peso a las oraciones del clérigo y religiosos y que se les da confort sus oraciones. No lo veo como ninguna obligación sino un honor y privilegio. Pero creo que la oración es la oración y que Dios responde a ellas, sin importar quien la ofrece.

Me da tanta alegría cuando alguien me dice que sus oraciones tuvieron respuesta. “Mi hija u hijo se recuperó. Mi esposo consiguió trabajo. Mi hija ingresó a la universidad. Mi hijo conoció a una buena muchacha católica. Vendimos nuestra casa. He encontrado la paz”, – la lista sigue. “¡Dios respondió a nuestras oraciones”!

De vez en cuando, sin embargo, me encuentro con alguien que lamenta el resultado opuesto: “Dios no respondió a mi oración”. En esas instancias, puede que digan que su fe está fragilizada, su oración un gasto de tiempo. Ese tipo de comentario me entristece.

Dios responde a todas nuestras oraciones. Pero, a veces, la respuesta es “no”. Dios tiene sus razones y ve las circunstancias y consecuencias de manera diferente que nosotros. “Hágase su voluntad” decimos tan a menudo en el Padre Nuestro. ¿Cuántas veces lo decimos verdaderamente?

Aquí es el punto clave. La oración no es simplemente el calcular “ganancias y pérdidas” ante Dios. Pero, es importante, para nosotros como creyentes, ubicarnos en la presencia de Dios donde estemos y elevar nuestras vidas, sentimientos, necesidades, esperanzas y planes, nuestros queridos a Dios en oración. Y, entonces, dejarnos a vivir en la presencia de Dios. “Hágase su voluntad en la tierra como en el cielo”.

Hay muchas cosas por las cuales “ruego” – muchas personas, muchas intenciones, muchas necesidades. Pero al fondo de todas estas oraciones, oro para que yo y todos por quienes ruego busquemos la voluntad de Dios, aceptemos la voluntad de Dios, hagamos la voluntad de Dios, encontremos la voluntad de Dios – también en los momentos desesperanzadores – y seguir viviendo en la presencia de Dios. Para eso, hace falta practicar.

No he mencionado aquí la Eucaristía, la mayor de todas las oraciones y la cima de la presencia de Dios a través del Señor Jesús – “la fuente y cima de la vida cristiana” (Segundo Concilio Vaticano, Lumen Gentium, 11). Ni he tratado de las Sagradas Escrituras o mencionado al Rosario, la Vía Crucis, las capillitas, novenas, devociones personales y otras oraciones que los católicos han recitado desde su niñez o aprendido luego en la vida. Todas estas oraciones maravillosas que se puede recitar nos ayudan profundizar en la presencia de Dios y estoy muy consciente de ellas y apreciado por su rol en sostener y profundizar la vida espiritual del creyente.

En lugar de enfocarme en ellas, he optado aquí por escribir sobre el origen, esencia y meta de toda oración: Dios mismo y ponernos en su presencia. Reconocer a Dios y su presencia eterna es lo que da sentido y significado a todas nuestras “oraciones”. Es lo hace que “sean oraciones”.

En mis propios momentos de oración, a menudo me imagino caminando con los Discípulos en el camino a Emaús. Hablaban de tantas cosas sobre el Señor Jesús, sus últimos días con ellos en Jerusalén y su Pasión y Muerte. De repente, el Señor Crucificado y Resucitado estuvo presente con ellos. No anticipaban su presencia ni lo reconocían hasta que él reveló su presencia en “partir el pan”. Entonces, tan de repente como había llegado, se fue de ellos. Fue entonces, al haberlo reconocido y vivido la presencia del Señor, que ellos observaron, “¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lucas 24:32).

La oración es siempre un “momento de Emaús” para nosotros. Hasta que reconozcamos la presencia de Dios, hasta que escuchemos y le hablemos en cualquier “camino” que seguimos en la vida, no estamos “conectando” en la oración. Es así de simple.

Lo que espero que uno recibe y lleva de esta carta pastoral es esto: Si nos permitimos encontrar con Dios donde él está – en todo lugar de nuestra vida – podremos estar seguros de que él se encontrará en donde estamos nosotros. Ese encuentro, cada vez tras cada vez y en donde ocurra, es la oración si vivimos en la presencia de Dios.

Después de la Resurrección, el Señor Jesús pasó tiempo de nuevo con las personas que más amaba en el mundo. Y cuando llegó el momento en que tuvo que volver a su Padre celestial, prometió a sus Apóstoles y a todos nosotros: “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre” (Mateo 28:20). Él ha cumplido con su promesa.

Al llevar a cabo esta carta pastoral, por favor les pido unirse conmigo, en la presencia de Dios, orar esta oración atribuida al san Patricio:

Me levanto hoy por medio de la fuerza de Dios que me conduce: Poder de Dios que me sostiene, sabiduría de Dios que me guía, mirada de Dios que me vigila, oído de Dios que me escucha, Palabra de Dios que habla por mí, mano de Dios que me guarda, sendero de Dios tendido frente a mí, escudo de Dios que me protege, legiones de Dios para salvarme. Cristo conmigo, Cristo ante mí, Cristo tras de mí, Cristo en mí, Cristo bajo mí, Cristo sobre mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo cuando me acuesto, Cristo cuando me siento, Cristo cuando me levanto, Cristo en el corazón de todo hombre
que piensa en mí, Cristo en la boca de todo hombre que hable de mí, Cristo en todo ojo que me ve, Cristo en todo oído que me escucha. Amén.

Mis hermanas y hermanos, ¡vivamos en la presencia de Dios!


El Reverendísimo David M. O’Connell, C.M.
Obispo de Trenton

 

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INTRODUCCIÓN

Nuestra experiencia de la pandemia el año pasado y este año nos ha dado una frase nueva para nuestro vocabulario cotidiano: “distanciamiento social”. Como se lo entiende, el distanciamiento social es al acto de crear más espacio físico entre individuos y disminuir la frecuencia del contacto físico para reducir el riesgo de propagar el COVID-19. Estamos promoviendo, defendiendo y requiriendo el distanciamiento social en casi cada lugar donde la gente suele reunirse, incluyendo en las iglesias.

No será sorpresa de que nuestro “distanciamiento social” o, cuando sea necesario, “hacer cuarentena” aumente nuestro sentido de aislamiento, aunque sea solo por ahora. Somos, a pesar de todo, “seres sociales” por naturaleza y “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18).

En algunas circunstancias, estar a solas no siempre tiene que ser algo malo. De hecho, a veces puede ser algo bueno, y hasta preferible, estar solos para proveernos un descanso, algo de paz, espacio o tiempo para pensar y respirar en medio de esta vida tan ocupada y apretada de horarios y trabajo. Puede ser que optemos por estar solos, pero pocas veces esperamos quedarnos así. Aparte del ermitaño no tan común, también los monjes y sores que viven una vida monástica lo viven en comunidad con otros.

Cuando sea algo necesario como ahora en esta pandemia actual, el distanciamiento social, cuarentena y aislamiento – estar solos durante tiempos extendidos – puede crear sentimientos de soledad. Los profesionales de salud mental indican que pasar por una experiencia tan alterada de la vida común puede “afectar la cabeza”. Nos aconsejan “mantenernos en contacto” con los demás lo mejor que podamos.

Eso es buen consejo y lo debemos seguir, especialmente importante para los niños y jóvenes que se encuentran privados de ir a escuela u otras actividades interactivas. Es también muy importante para las personas de tercera edad y los enfermos. Bueno, es decir que realmente “mantenernos en contacto” es importante para todos.

A través de mi ministerio sacerdotal, me he encontrado con muchas personas que han estado de manera del distanciamiento social durante largo tiempo y no por ninguna opción propia. La sociedad les ha alejado. Los vagabundos durmiendo en las calles de nuestras ciudades. Es tan fácil pasarlos por el otro lado. Los ancianos que viven abandonados en facilidades que nunca reciben visitas o llamadas de nadie. Los drogadictos que viven de un momento drogado al otro, viviendo en su propio mundo aislado. Los pobres, marginados, amenazados, rechazados, que viven solos, “en cuarentena” por cualquier razón. El distanciamiento social y aislamiento son sentencias impuestas a ellos por la sociedad, sin ninguna posibilidad de la libertad. A lo mejor tengamos la tentación de pensar, “¿Dónde está Dios?” en medio de todo esto.

Por supuesto, hay una gran diferencia entre este segundo grupo y los sufridos por la virulencia de la pandemia actual. Y, todavía, las víctimas del COVID, sus familias y los profesionales médicos que los cuidan pueden estar tentados a cuestionar donde está Dios. Tenemos esperanza de que se recuperen y que las mascarillas y el distanciamiento social prevendrán el contagio de más. Tenemos esperanza de que vean a personas volviendo al trabajo y el rebote económico, volviendo a escuela y regresando a alguna forma de normalidad en sus vidas. Tenemos esperanza de que las vacunas cumplan su meta y que se hacen más disponibles. Como resultado, la presencia de Dios puede volver a ser más evidente a ellos de nuevo. Pero ¿qué hacemos sobre las personas que mencioné que estén aisladas a causa de nosotros de la sociedad? El distanciamiento social de sus vidas existía antes de la pandemia y probablemente seguirá después. No podemos olvidarnos de ellos.

Al reconocer la respuesta “generosa y heroica” del personal de salud de la pandemia del COVID-19, el papa Francisco escribió hace poco, “La dedicación de quienes, incluso en estos días, trabajan en hospitales y estructuras sanitarias “es una "vacuna" contra el individualismo y el egocentrismo” y demuestra “el deseo más auténtico que habita en el corazón humano: estar cerca de los más necesitados y volcarse por ellos”. El Santo Padre observó que “Ante esta entrega, toda la sociedad se ve animada a dar un testimonio cada vez mayor de amor al prójimo y de atención a los demás, especialmente a los más débiles” (Papa Francisco, “Carta al arzobispo Vincenzo Paglia, presidente de la Pontificia Academia para la Vida”, 20 de febrero, 2021).

Lo que hace que ese amor sea posible, real y demostrable es la presencia de Dios y nuestro reconocimiento de Él en cada circunstancia de la vida humana. ¿Dónde está Dios? Dios siempre está con nosotros en todo lugar. Dios nunca está lejos de nosotros. Es hora de recuperar o, tal vez por primera vez, desarrollar un sentido de la presencia de Dios.

LA PRESENCIA DE DIOS

Yo sé que compartir esto dará pistas de mi edad, pero al estudiar en la escuela católica de niño, mis compañeros y yo estudiábamos el Catequismo de Baltimore. Nosotros memorizábamos las respuestas exactas a sus preguntas y nos daban exámenes en la clase de religión: “¿Quién es Dios?” “¿Qué es Dios?” “Dónde está Dios?” y más. Éstas estaban entre las primeras lecciones como la pedagogía de aquel tiempo, pero ya “ha pasado mucha agua por debajo el puente” desde entonces. Y aunque los métodos de la enseñanza cambian frecuentemente, las verdades fundamentales nunca cambian.

Me criaron de siempre creer en Dios. Honestamente puedo decir que nunca he dudado la existencia de Dios, ni un poquito, aunque haya conocido a gente que sí la han dudado o que siguen dudando. Por supuesto, he cuestionado cosas de vez en cuando y he lanzado mis propias preguntas a veces, pero, en lugar de dudar o negar, siempre dirigía mis cuestiones y preguntas “a” Dios, a Dios en quien yo creo y confío con cada fibra de mi ser.

Escribo esta carta pastoral no para intentar comprobar la existencia de Dios ni convencer a los no-creyentes. Las bibliotecas están llenas de las escrituras de santos, filósofos, teólogos y académicos del pensamiento religioso desde hace miles de años que han publicado sus pruebas y demostraciones. Se puede encontrar todos ellos fácilmente para leer, considerar y debatirlos por quien quiera.

Escribo simplemente como un creyente y pastor de otros creyentes en la Iglesia Católica para reafirmar la creencia fundamental y no-negociable que compartimos. Es decir que Dios existe. La existencia de Dios es el principio y la meta de cada vida humana, incluso a las personas que niegan o dudan. Dios creó al mundo y todo que lo que contiene y a los seres humanos en su semejanza. Entonces, hay una relación entre Dios y su creación, entre Dios y nosotros.

Si Dios existe – y eso es cierto si uno lo cree o no – entonces Dios está presente, todo presente – omnipresente. Y si Dios es omnipresente, entonces Dios es todo poderoso – omnipotente. Y si Dios es omnipresente y omnipotente, entonces Dios es toda sabiduría – omnisciente. Y si Dios es omnipresente y omnipotente y omnisciente, entonces su relación con el mundo que creó – y con nosotros dentro de él – es una relación continua de conocimiento, vigilancia, interés y – me atrevo decir – preocupación íntima. Es personal. Dios es todo cariñoso y preocupado porque Dios es todo bueno y porque personalmente desea el bien de todo que ha creado. Pero entonces, ¿por qué hay maldad? Pues, eso es por nosotros y nuestras opciones por el libre albedrio, no por Dios.

Los ateos, agnósticos y otros incrédulos “científicos” pueden atacar estas ideas, pero, en fin, lo mejor que podrán decir es una negación o duda sobre su “creencia” en Dios, algo que demuestra más sobre ellos que Dios.

Por mi parte y la de muchos católicos que comparten mis creencias y convicciones en y sobre Dios, no pretendo probar nada – estoy enfocado en la fe, “Ahora bien, la fe es la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). La existencia de Dios y la fe en la presencia de Dios es el comienzo de todo. El místico alemán del siglo trece Maestro Eckhart lo explicó de esta manera:

“La proximidad entre Dios y el alma es tal que no hay ninguna diferencia. Es por lo que Dios está más cerca del alma de lo que lo está ella misma. Dios me es más próximo que yo mismo lo soy de mí mismo; mi ser”.

LA PRÁCTICA DE LA PRESENCIA DE DIOS

Se cuenta la historia de un niño que lleva la funda de un violín de mano caminando por la Quinta Avenida de la Ciudad de Nueva York. Se sentía un poco perdido y paró para preguntar a alguien que pasaba “¿Cómo se llega al Carnegie Hall”? Sin demorar ni un momento, la persona le respondió, “¡Practicar, practicar, practicar”!

Para el creyente, podemos lanzar la misma pregunta, “¿Cómo se alcanza a conocer a Dios en la vida”? La respuesta es lo mismo, “¡Practicar, practicar, practicar”! ¿Cómo se puede “practicar” conocer a Dios?

Cuando yo era novicio en el seminario vicentino (¡hace mucho tiempo!), era requisito leer “lecturas espirituales” cada día. Puede que suene extraño requerir leer sobre cosas espirituales en un horario de seminaristas, pero los encargados de nuestra formación sacerdotal, siguiendo la regla del san Vicente de Paul (1580-1660), pretendían inculcar en nosotros desde las primeras etapas de nuestro entrenamiento la importancia de desarrollar buenos hábitos espirituales diarios, un deber que requería de “practicar”.

Uno de los muchos libros que recuerdo leer con mucho interés era de un hermano laico de un monasterio carmelito en París. Su nombre era Hermano Lorenzo (1614-1691) y el libro que compusieron de sus cartas después de su muerte se llamaba “La práctica de la presencia de Dios”. Nacido Nicolás Herman y nunca educado, él se crió en una familia campesina y entró al ejército para poder alcanzar las necesidades de la vida. Él cuenta la historia de un día cuando vio un árbol sin hojas en el campo de batalla. Se puso a pensar e imaginar cómo se vería ese mismo árbol tres meses después en plena floración. Veía ese árbol como símbolo de cómo Dios transforma el corazón humano, por el tiempo.

Después de entrar a los carmelitos, el superior le dio a Nicolás el nombre “Hermano Lorenzo de la Resurrección” y le asignó los deberes más domésticos del monasterio, últimamente en la cocina lavando ollas y sartenes. Pasó poco tiempo cuando Hermano Lorenzo empezó a demostrar una gran sabiduría espiritual a sus hermanos monjes y visitas al monasterio, hasta el punto de encontrar y enseñar la presencia de Dios entre sus “ollas y sartenes”. “Señor de todas las ollas y sartenes y cosas”, oraba, “hazme un santo por preparar las comidas y lavar los platos”.

Se hizo claro rápidamente que Hermano Lorenzo poseía una intimidad extraordinaria con Dios a través de su vida monástica simple y ordinaria. No tan acostumbrado a mantenerse callado, Hermano Lorenzo explicaba a menudo que tenía que ver con una “práctica espiritual de la presencia de Dios”. Decía que “Lo único que tenemos que hacer es reconocer a Dios íntimamente dentro de nosotros. Era un gran error pensar que nuestro tiempo de oración era diferente que cualquier otro momento.

“Nuestras acciones nos deben unir a Dios cuando cumplimos nuestras actividades diarias, tal como nuestras oraciones deben de unirnos a él en nuestras devociones silenciosas. No es necesario quedarnos en la iglesia para seguir en la presencia de Dios. Podemos convertir a nuestros corazones en capillas personales en donde podemos entrar cuando sea para hablar con Dios en privado”.

Nunca he olvidado ese “libro espiritual” pequeño ni las lecciones de aquel hermano carmelito humilde.

“La práctica más sagrada y necesaria de la vida espiritual”, escribió, “es la presencia de Dios – es decir, cada momento gozar de que Dios está contigo. Eso significa encontrar el gozo continuo en su compañía divina, hablando humilde e íntimamente con él en todas las temporadas, en cada momento, sin limitar la conversación de ninguna manera”.

Reconozcamos como habla él de “la práctica”: gozar de la presencia y compañía de Dios; hablar con Dios de manera humilde e íntima todo el tiempo, sin “limitar” la conversación.

Dios está siempre presente en todo lugar de nuestras vidas. No puedo repetir eso bastante. A veces no reconocemos ni pensamos en su presencia, pero Dios está cerca, al lado, con nosotros, dentro de nosotros siempre.

“Debemos dirigirnos firmemente en la presencia de Dios por medio de conversar con él siempre”, aconsejó Hermano Lorenzo. “Debemos alimentar nuestra alma con una idea alta de Dios y, de eso, derivar un gran gozo de que seamos suyos. Debemos poner vida en nuestra fe. Debemos entregarnos totalmente a Dios en rendición pura, en cosas temporales y espirituales también, y encontrar gusto en hacer su voluntad, pasemos o no por sufrimientos o consuelos”.

Lo que Hermano Lorenzo describe en sus reflexiones sobre la práctica de la presencia de Dios es realmente la práctica de la oración, la práctica de orar. He visto que muchas personas se acercan a los sacerdotes y líderes espirituales para pedir su dirección en la oración. Semejante a como los Apóstoles se dirigían al Señor Jesús y le preguntaron, “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1), así las personas buscan a los sacerdotes y líderes espirituales con un pedido parecido. La respuesta del Hermano Lorenzo nos provee un buen comienzo: “Orar no es otra cosa que un sentido de la presencia de Dios”. “Pensar” en Dios es el comienzo de la oración. Establece nuestro conocimiento de su presencia, siempre ahí. Querer conocer a Dios más profundamente y experimentar su presencia es una buena manera para continuar nuestra oración. Ya está con nosotros. Expresar nuestra necesidad por Dios nos mantiene alertos a la razón de la oración. Él ya está presente escuchando y nos responderá. Pero la oración no ocurre en sí no más. Hace falta practicarla. Y no tan solo cuando queremos pedir algo o cuando algo malo nos pase en la vida. Somos capaces de y debemos orar todo el tiempo porque Dios está siempre presente, amándonos.

Hermano Lorenzo escribió, “No hace falta llamar muy fuerte; está mucho más cerca de lo que pensamos”. Mucho tiempo antes que el hermano el salmista proclamó, “No me llega aún la palabra a la lengua cuando tú, Señor, ya la sabes toda” (Salmos 139:4). Mantengamos viva la conversación en la presencia de Dios, en actitud, en pensamiento, en deseo y en palabra. Recordemos la exhortación del san Pablo en su Carta a los Tesalonicenses: “Estén siempre alegres, oren sin cesar, den gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús” (Tesalonicenses 5:16-18). ¡Practiquemos la presencia de Dios!

VIVIR EN LA PRESENCIA DE DIOS

El cuerpo humano necesita por lo menos tres cosas básicas para sobrevivir. Los seres humanos pueden durar poco tiempo sin comida y agua, pero la vida terminaría muy rápido sin el oxígeno. El san Padre Pio dijo, “La oración es el oxígeno del alma”. Quisiera ir más allá que eso: la práctica de la presencia de Dios es el oxígeno de la oración. El abad trapista y monje padre Tomás Aquino Keating (1923-2018) lo explicó de esta manera: “Pocas veces pensamos en el aire que respiramos, pero está dentro de nosotros y en nuestro alrededor todo el tiempo. De manera semejante, la presencia de Dios nos penetra, está en nuestro alrededor, siempre abrazándonos”.

Para el creyente, no basta pensar en Dios de vez en cuando. Para el creyente, no basta “decir” una oración de vez en cuando. Si fuera así, nuestras vidas espirituales no durarían mucho. La oración es la práctica, el “hábito” de vivir siempre en la presencia de Dios. ¡Eso es lo que es la oración y donde la oración nos lleva!

Empieza el momento en que abrimos los ojos en la mañana. Dios ha estado presente por toda la noche mientras dormíamos. Cuando nos despertamos, solo hace falta un poquito de esfuerzo para darnos cuenta de que Dios nos ha dado el don de otro día nuevo. Hagamos que practiquemos decir “buenos días” a Dios, decirle “Gracias por el don del día de hoy”.

Estoy afortunado como un obispo tener una capilla en mi casa donde habita el Señor Jesús en el Santísimo, siempre presente y esperándome. No son muchos los católicos que tienen ese lujo, gracia y bendición. Bajo por las escaleras – agradecido a Dios en mi caso que aun puedo caminar – y la primera cosa que veo es el brillo de la lámpara roja del santuario de la capilla, recordándome de la presencia de Dios, invitándome a entrar y ofrecer una oración por el día que me queda por delante y por las personas con quien me encontraré. La mayoría del tiempo, sé el horario que tengo tal día, pero más común que no, siempre habrá sorpresas e interrupciones. Antes de salir por la puerta, oro mis oraciones de la mañana y celebro Misa, pero llevo la presencia de Dios conmigo de mente y corazón.

La experiencia de la pandemia este año me ha dado mucho más tiempo de que tendría normalmente para enfocarme decisivamente en la presencia de Dios. Mucho distanciamiento social me acompaña en mi trabajo estos días, pero ninguna distancia de Dios. Si existan beneficios de la pandemia – y no puede haber tantos – uno ha sido más tiempo para la oración y reflexión. Dios ve mi cara atrás de la mascarilla que llevo y yo veo su rostro detrás de las mascarillas llevadas por las otras personas. 

Con mascarillas o no, yo espero y oro de que los requisitos de la pandemia – y la pandemia en sí – no hayan prevenido a gente de reconocer el rostro de Dios y sentir su presencia, a pesar de la distancia que mantengamos de los demás. Dios siempre está presente y siempre podemos hablar con él en la oración. Tenemos que orar, tal vez ahora en nuestros momentos de distancia y aislamiento más que nunca.

Más temprano en el año cuando la pandemia estaba muy fuerte, nos pesaban muchas decisiones difíciles a todos nosotros en la Diócesis de Trenton. Se ofreció una dispensa de asistir a Misa dominical y en días altas a todos los fieles hasta mayor aviso. De manera temporánea, cerramos iglesias, capillas y centros parroquiales al público, cancelando también las devociones. Se postergaron los Sacramentos y alteraron la forma de confesiones y de funerales. Hubo acceso limitado a los Sacramentos en los hospitales y hogares de ancianos. Se transmitían la celebración de la Misa y solo se recibía la Santa Comunión espiritualmente. Se celebraron la Semana Santa y Pascua en las iglesias, pero sin ninguna congregación. ¡Tuvimos que participar virtualmente!

Al llegar a medianos de mayo en el 2020, las iglesias y capillas reabrieron con precauciones de seguir y, después de unas semanas de Misas afuera en los parqueos, se comenzaron a celebrar Misa adentro de nuevo, bajo el requisito de seguir precauciones y límites de cupo. A pesar de todas estas limitaciones e inconvenientes, sin embargo, dos cosas se mantenían siempre constantes: la presencia de Dios y la oportunidad de orar. Dios no nos abandonó como algunos sugieren - ¡nunca! La Iglesia no nos abandonó como otros han sugerido - nunca. Aún nos hace falta “el oxígeno espiritual” para que nuestras almas sigan respirando durante este tiempo difícil. Simplemente ha sido un tiempo para nosotros, los creyentes, como solía pasar tan a menudo en la historia de la Iglesia y sigue pasando en partes del mundo, sacrificarnos espiritualmente y adaptarnos y ajustar nuestras maneras espirituales de vivir en la presencia de Dios.[[In-content Ad]]De nuevo, creo que fue Hermano Lorenzo quien escribió: “No se debe confinarse siempre a ciertas normas ni formas particulares de devoción, sino se debe actuar con una confianza en Dios, con amor y humildad”. Recordando momentos propios de sus desafíos espirituales, Hermano Lorenzo compartió, “No rogué por ningún alivio sino por la fuerza de sufrir con fortaleza, humildad y amor … El amor endulza el dolor; y cuando uno ama a Dios, uno sufre en su Nombre con gozo y confianza”.

Él observó, “El mundo parece ser poco al alma que contempla la grandeza de Dios”. Vivir en la práctica de la presencia de Dios nos facilita, como creyentes, a verdaderamente contemplarlo en su grandeza al entregarnos completamente a Dios y rendirnos a Él”.

Orar no cambia a Dios. Orar, vivir en la presencia de Dios, nos cambia a nosotros.

CONCLUSIÓN

Como obispo, el pedido más frecuente que me llega es pedir mi oración. Ni un día pasa sin que alguien me pide orar por él o ella, por sus familias o amigos, por los enfermos o muertos o alguna otra intención especial. Puedo decir honestamente que cumplo con cada promesa de oración que hago. Parece que las personas dan más peso a las oraciones del clérigo y religiosos y que se les da confort sus oraciones. No lo veo como ninguna obligación sino un honor y privilegio. Pero creo que la oración es la oración y que Dios responde a ellas, sin importar quien la ofrece.

Me da tanta alegría cuando alguien me dice que sus oraciones tuvieron respuesta. “Mi hija u hijo se recuperó. Mi esposo consiguió trabajo. Mi hija ingresó a la universidad. Mi hijo conoció a una buena muchacha católica. Vendimos nuestra casa. He encontrado la paz”, – la lista sigue. “¡Dios respondió a nuestras oraciones”!

De vez en cuando, sin embargo, me encuentro con alguien que lamenta el resultado opuesto: “Dios no respondió a mi oración”. En esas instancias, puede que digan que su fe está fragilizada, su oración un gasto de tiempo. Ese tipo de comentario me entristece.

Dios responde a todas nuestras oraciones. Pero, a veces, la respuesta es “no”. Dios tiene sus razones y ve las circunstancias y consecuencias de manera diferente que nosotros. “Hágase su voluntad” decimos tan a menudo en el Padre Nuestro. ¿Cuántas veces lo decimos verdaderamente?

Aquí es el punto clave. La oración no es simplemente el calcular “ganancias y pérdidas” ante Dios. Pero, es importante, para nosotros como creyentes, ubicarnos en la presencia de Dios donde estemos y elevar nuestras vidas, sentimientos, necesidades, esperanzas y planes, nuestros queridos a Dios en oración. Y, entonces, dejarnos a vivir en la presencia de Dios. “Hágase su voluntad en la tierra como en el cielo”.

Hay muchas cosas por las cuales “ruego” – muchas personas, muchas intenciones, muchas necesidades. Pero al fondo de todas estas oraciones, oro para que yo y todos por quienes ruego busquemos la voluntad de Dios, aceptemos la voluntad de Dios, hagamos la voluntad de Dios, encontremos la voluntad de Dios – también en los momentos desesperanzadores – y seguir viviendo en la presencia de Dios. Para eso, hace falta practicar.

No he mencionado aquí la Eucaristía, la mayor de todas las oraciones y la cima de la presencia de Dios a través del Señor Jesús – “la fuente y cima de la vida cristiana” (Segundo Concilio Vaticano, Lumen Gentium, 11). Ni he tratado de las Sagradas Escrituras o mencionado al Rosario, la Vía Crucis, las capillitas, novenas, devociones personales y otras oraciones que los católicos han recitado desde su niñez o aprendido luego en la vida. Todas estas oraciones maravillosas que se puede recitar nos ayudan profundizar en la presencia de Dios y estoy muy consciente de ellas y apreciado por su rol en sostener y profundizar la vida espiritual del creyente.

En lugar de enfocarme en ellas, he optado aquí por escribir sobre el origen, esencia y meta de toda oración: Dios mismo y ponernos en su presencia. Reconocer a Dios y su presencia eterna es lo que da sentido y significado a todas nuestras “oraciones”. Es lo hace que “sean oraciones”.

En mis propios momentos de oración, a menudo me imagino caminando con los Discípulos en el camino a Emaús. Hablaban de tantas cosas sobre el Señor Jesús, sus últimos días con ellos en Jerusalén y su Pasión y Muerte. De repente, el Señor Crucificado y Resucitado estuvo presente con ellos. No anticipaban su presencia ni lo reconocían hasta que él reveló su presencia en “partir el pan”. Entonces, tan de repente como había llegado, se fue de ellos. Fue entonces, al haberlo reconocido y vivido la presencia del Señor, que ellos observaron, “¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lucas 24:32).

La oración es siempre un “momento de Emaús” para nosotros. Hasta que reconozcamos la presencia de Dios, hasta que escuchemos y le hablemos en cualquier “camino” que seguimos en la vida, no estamos “conectando” en la oración. Es así de simple.

Lo que espero que uno recibe y lleva de esta carta pastoral es esto: Si nos permitimos encontrar con Dios donde él está – en todo lugar de nuestra vida – podremos estar seguros de que él se encontrará en donde estamos nosotros. Ese encuentro, cada vez tras cada vez y en donde ocurra, es la oración si vivimos en la presencia de Dios.

Después de la Resurrección, el Señor Jesús pasó tiempo de nuevo con las personas que más amaba en el mundo. Y cuando llegó el momento en que tuvo que volver a su Padre celestial, prometió a sus Apóstoles y a todos nosotros: “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre” (Mateo 28:20). Él ha cumplido con su promesa.

Al llevar a cabo esta carta pastoral, por favor les pido unirse conmigo, en la presencia de Dios, orar esta oración atribuida al san Patricio:

Me levanto hoy por medio de la fuerza de Dios que me conduce: Poder de Dios que me sostiene, sabiduría de Dios que me guía, mirada de Dios que me vigila, oído de Dios que me escucha, Palabra de Dios que habla por mí, mano de Dios que me guarda, sendero de Dios tendido frente a mí, escudo de Dios que me protege, legiones de Dios para salvarme. Cristo conmigo, Cristo ante mí, Cristo tras de mí, Cristo en mí, Cristo bajo mí, Cristo sobre mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo cuando me acuesto, Cristo cuando me siento, Cristo cuando me levanto, Cristo en el corazón de todo hombre
que piensa en mí, Cristo en la boca de todo hombre que hable de mí, Cristo en todo ojo que me ve, Cristo en todo oído que me escucha. Amén.

Mis hermanas y hermanos, ¡vivamos en la presencia de Dios!


El Reverendísimo David M. O’Connell, C.M.
Obispo de Trenton

 
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